Mario Campa

“Hoy más que nunca, el vínculo comercial con los Estados Unidos será la gran condición de posibilidad del sexenio”.

Hace falta abrir cualquier diario de negocios para verificar que la economía mundial está lejos de ser llevada por una mano invisible omnipresente. Detrás del caos hay potencias y objetivos cuasimilitares donde se disputa el futuro. La imposición de aranceles a los automóviles chinos, las sanciones de Estados Unidos a Cuba y Venezuela, el sabotaje al gasoducto ruso-alemán, los subsidios a la industria de los semiconductores, los vetos a TikTok y la batalla por el control de los recursos naturales para la transición energética dan fe de las ráfagas de artillería de política económica que a diario intercambian las naciones. Y en ese fuego cruzado nos tocó vivir.

El equilibrio de la economía global es precario. Destaca como debilidad estructural que un puñado de países controlan e ignoran a conveniencia las instituciones que resuelven conflictos. Los últimos meses pusieron de relieve las severas limitaciones de la ONU para detener guerras, del FMI para aislarse de la geopolítica o de la OMC para resolver disputas comerciales. El multilateralismo está herido, acaso de muerte. Ante el vacío vigente y la erosión de legitimidad, canalizar energías y esperanzas a la vía diplomática equivale a apostar que esta vez sí el Popo eruptará ríos de lava.

Estados Unidos conserva poder blando y arsenal disuasivo, aunque enfrenta el ocaso de su supremacía mediática. Un teórico como Clausewitz afirmaba que la guerra nunca es dirigida solamente contra la fuerza material, sino que se orienta también hacia las fuerzas morales. Las grandes televisoras ya no son lo que eran con la irrupción del internet y de Trump y con su blanqueo del genocidio de Netanyahu. Ese resquebrajamiento del sostén legitimador merma la capacidad de cohesionar a la OTAN, cuestionar la política interna de China, ordenar Medio Oriente o frenar el ascenso de los BRICS. Ante una capacidad persuasiva lesionada, el vecino del norte recurrirá a su poder económico asimétrico y a la red de aliados de intereses compartidos — “Si no puedes convencerlos, confúndelos”, dijo Harry Truman.

La guerra arancelaria es prueba de la carga moral instrumentada para justificar agresiones. Estados Unidos jamás revela sus cartas auténticas cuando de interferir mercados globales se trata, por más que enfrente esté China. Aunque Elon Musk acepta que las armadoras tradicionales fracasarían sin proteccionismo, el gobierno de Biden denuncia una supuesta competencia desleal por subsidios de Estado, cuando irónicamente Detroit fue rescatada en la Gran Recesión con dinero tributario, Tesla fue subvencionada mediante programas federales y los semiconductores diseñados para autos dependen del CHIPS Act.  En el mismo tenor, Canadá tampoco confesaría nunca sumisión al vecino, pero la mimetización de medidas unilaterales cuenta otra historia. Entretanto, México mantiene la caja de pandora sellada pero guarda un comodín de negociación frente a las amenazas de revisión al TMEC o dilaciones de las armadoras chinas para construir plantas en el país.

Los minerales críticos también son de interés geoeconómico. Frente al extractivismo tradicional, las materias primas ahora nutren la transición energética y la fabricación de semiconductores, a su vez insumo de industrias esenciales, como la automotriz o la militar. Estados Unidos vigila con celo las cadenas de valor chinas, y el nuevo “América para los americanos” hunde el fair play de mercado. En esa coyuntura, el arreglo minero anterior en México parece obligado a continuar en evolución hasta satisfacer prioridades transversales.

La soberanía energética de las naciones cobró relevancia tras la pandemia y la invasión de Rusia a Ucrania. Cualquier país sensato piensa ahora dos veces elevar su dependencia de aliados que mañana podrían priorizar su demanda interna o que incluso podrían devenir enemigos. Europa aprovechó la coyuntura para restar peso a las compras de carbón y petróleo, aunque tomará décadas cortar todo lazo. México sacará provecho con la construcción de plantas de gas licuado y terminales de hidrógeno verde para exportación. Pero allende los combustibles fósiles, el compromiso de elevar la participación de fuentes renovables hasta alcanzar el 45 por ciento de la generación eléctrica en 2030 podría disminuir dependencia del gas texano y mejorar de paso la soberanía tecnológica mediante política industrial activa: subsidios, aranceles, empresas estatales y hasta compras de activos como los de Iberdrola (España). Nadie, ni siquiera Estados Unidos, podría objetarlo en la coyuntura actual.

Hoy más que nunca, el vínculo comercial con los Estados Unidos será la gran condición de posibilidad del sexenio. En un ambiente donde la globalización recula pero la relocalización gana fuelle, ganar participación en las importaciones del norte parece aconsejable. Con o sin victoria electoral de Trump, el rechazo bipartidista a China eleva el atractivo relativo de la manufactura mexicana. El arte equilibrista descansará luego en vindicar (1) la soberanía nacional plena sin (2) afectar el flujo de las exportaciones al norte ni (3) dinamitar puentes con el sur global que representa futuros más justos y disputados. Podría tratarse de un aparente trilema geoeconómico que obliga a México a apuntar solo a dos de tres dianas. Será una de las primeras decisiones definitorias que enfrentará Claudia Sheinbaum.

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