El fuego cruzado entre la facción de los hijos de El Chapo y los herederos de El Mayo ha generado un pico de desapariciones en el último año con un patrón dominante: hombre, de hasta 40 años y de Culiacán

Marcos Vizcarra

-Váyase, mejor.

-¿Y por qué nos dejas ir?

-Porque, al final, mi mamá va a ir con usted para pedirle que vaya a buscarme.

Esta fue una breve conversación de un sicario con la señora Reynalda Pulido, una mujer que en el último año ha llegado a localizar más de 40 cuerpos y restos de personas en Sinaloa, tratando de encontrar a su hijo Javier Ernesto Vélez Pulido, desaparecido el 8 de diciembre de 2020, un caso que apunta a la Policía Municipal de Culiacán.

“La diferencia es que ahora los sicarios nos ven y mejor se hacen a un lado. Como que saben que ese es su final”, menciona Pulido como si intentara describir de qué manera podría terminar la guerra en Sinaloa, la que libran Iván y Alfredo Guzmán, hijos de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, e Ismael Zambada Sicairos, hijo de Ismael Zambada García, “El Mayo”.

Era 2 de abril y ella iba hacia El Pozo, un poblado desolado después de que el cartel usara drones para tirar explosivos dejándolos caer directamente hacia las casas al azar, mientras sus vecinos corrían para esconderse en el monte o en otras viviendas. Le dijeron que ahí encontraría al menos una veintena de cuerpos, algunos hasta en fosas. No encontró nada más que al sicario, haciendo de Caronte a la orilla del pueblo que se convirtió en los vestigios que retratan el conflicto.

-“Si está buscando cuerpos, mejor ya váyase, porque los que dejaron, me los encargaron. Me dijeron que los enterrara y no le puedo decir dónde, porque si no, sigo yo”, le dijo el hombre a Reynalda.

-Por lo menos déjame hacer unas fotos.

El Pozo es un pueblo árido, que vive del ganado, un poco de siembra, con el río Tamazula cerca. Por eso, desde hace unos años se llenó de laboratorios para producir metanfetamina. Esa droga necesita de afluentes para poder enfriar los contenedores y, de paso, ser el vertedero de los químicos que sobran.

La gente de ahí se convirtió en espectadora y poco a poco también en víctima, rodeada de hombres armados, algunos más reclutados para producir la droga y otros tantos enterrados tras morir intoxicados o asesinados.

En El Pozo, solo quedaron casas incendiadas, otras con las fachadas destruidas con balas, con cercas de corrales abiertas para dejar ir al ganado y que no se muriera de hambre, o con bombas enterradas en el piso porque no explotaron de inmediato cuando las lanzaron desde el aire.

Reynalda se fue de El Pozo, ya no pudo volver, pero dice tener una deuda con las más de 200 familias que se han unido a su colectivo Madres en Lucha durante la confrontación interna del cartel. Todas son víctimas del mismo conflicto.

Con información de El País

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