La vida no se nos va: se nos revela.
BITÁCORA INQUIETA
Jesús Octavio Milán Gil
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Hay una edad —la mía, ya entrada en la séptima década— en la que el tiempo deja de ser calendario y se vuelve espejo. No cuenta los días: los desnuda. Uno aprende entonces que la vida no fue larga ni corta; fue intensa, desigual, interrumpida, luminosa a ratos, y siempre —siempre— insuficiente para decirlo todo.
En la cercanía de Nochebuena y Navidad, cuando el mundo insiste en encender luces para engañar a la noche, el alma hace su propio inventario. Octavio Paz diría que el tiempo es una herida que canta; García Márquez, que los recuerdos no tienen orden, sino clima; y el padre —el papá de casa, el de manos callosas y silencios largos— recordaría que la vida es…
[11:20 a.m., 24/12/2025] Oswaldo Villaseñor: ESTA NOCHE ES NOCHEBUENA, MAÑANA NAVIDAD
BITÁCORA INQUIETA
Jesús Octavio Milán Gil
La Navidad no llega para salvarnos del mundo: llega para preguntarnos qué estamos haciendo con él.
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Escribo estas líneas en la frontera más frágil del año: cuando el calendario se parte en dos y el corazón se queda un instante suspendido, como una vela que tiembla antes de apagarse o de encenderlo todo. Es Navidad 2025. Y yo no estoy celebrando solamente una fecha. Estoy interrogando a una época.
No escribo desde la ingenuidad del villancico ni desde la comodidad del brindis. Escribo desde la conciencia. Desde esa grieta interior que se abre cuando el ruido del mundo se calla un poco y nos permite escucharnos de verdad.
Hoy, mientras muchos envuelven regalos, yo envuelvo preguntas. Y no lo hago por amargura, sino por amor. Porque quien ama de verdad no adorna la herida: la nombra.
La Navidad de 2025 nos encuentra cansados. No cansados de trabajar —que eso siempre se ha hecho—, sino cansados de resistir. Resistir la violencia normalizada. Resistir la desigualdad que se disfraza de progreso. Resistir la precariedad emocional de una época donde todo se compra, pero casi nada se sostiene. Resistir un país y un planeta que nos piden resiliencia mientras nos niegan justicia.
Y sin embargo, aquí estamos. Aún respirando. Aún abrazando. Aún intentando creer.
Yo miro mis manos esta noche. No están jóvenes. Tampoco están derrotadas. Están marcadas. Han tocado otras manos. Han sostenido ausencias. Han firmado despedidas. Y también han escrito esperanza. En cada línea de mis dedos está la historia de lo que he sobrevivido. Y eso, en esta Navidad, es un acto político.
Porque vivir —vivir de verdad— se ha vuelto un gesto de rebeldía.
La Navidad no es un evento: es una tregua. Una tregua íntima frente a un mundo que nos quiere productivos, útiles, rápidos, obedientes. Hoy la Navidad nos susurra algo radical: detente. Mira. Recuerda. ¿Quién eras antes de que el miedo te enseñara a callar?
Yo recuerdo.
Recuerdo navidades donde el árbol era pequeño pero la mesa era grande. Donde no había pantallas, pero sí historias. Donde el futuro no daba tanto miedo porque todavía no lo conocíamos. Recuerdo la risa que no estaba condicionada al consumo. Recuerdo cuando regalar no era demostrar estatus, sino compartir calor.
Y miro esta Navidad 2025, donde muchos hogares brillan en Instagram pero están en penumbra emocional. Donde hay luces LED, pero poca luz interior. Donde hay cajas llenas de cosas, pero corazones vacíos de tiempo.
Esta Navidad no nos falta tecnología. Nos falta presencia.
Nos hemos convertido en turistas de nuestras propias vidas. Pasamos por los días sin habitarlos. Nos tomamos selfies con la felicidad en lugar de quedarnos a vivir dentro de ella. Y luego nos preguntamos por qué la soledad crece incluso en mesas llenas.
Yo no quiero una Navidad perfecta. Quiero una Navidad verdadera.
Quiero una Navidad donde podamos decir: tengo miedo. Estoy cansado. No entiendo el mundo. Pero sigo aquí. Y sigo contigo.
Eso es lo que nos salva.
Porque la Navidad no es el nacimiento de un niño. Es el nacimiento de una posibilidad: que la ternura todavía tenga futuro.
Y qué difícil es hoy defender la ternura.
Vivimos en un país —en un mundo— que nos entrena para endurecernos. Donde la violencia se vuelve paisaje. Donde el asesinato es estadística. Donde la corrupción se convierte en rutina. Donde el dolor ajeno se vuelve ruido de fondo. Y yo, esta noche, me niego a aceptar eso como normal.
La Navidad es, entre otras cosas, un acto de desobediencia moral.
Porque nos recuerda que no todo es mercancía.
Que no todo es competencia.
Que no todo es guerra.
Yo pienso en los niños que nacen hoy en México, en América Latina, en Gaza, en Ucrania, en África, en los márgenes invisibles del sistema. Pienso en los que no tienen calefacción. En los que no tienen comida. En los que no tienen padres. En los que no tienen país.
Y me pregunto:
¿Qué clase de Navidad celebramos si el mundo sigue dejando morir a los inocentes?
No escribo esto para culpar. Lo escribo para despertar.
La Navidad no es anestesia. Es conciencia.
Es la noche en que el mundo debería detener su maquinaria de explotación y preguntarse si todavía sabe amar. Es la noche en que los poderosos deberían sentirse pequeños. Y los pequeños, por fin, visibles.
Pero 2025 ha sido un año brutal. Lo sabemos. Crisis climática. Crisis política. Crisis económica. Crisis de sentido. Los incendios arden en los bosques y también en los cuerpos. Los mares suben. Las deudas también. La ansiedad se volvió epidemia. La esperanza, artículo de lujo.
Y aun así, yo elijo creer.
No en milagros que caen del cielo.
Sino en personas que se levantan de la tierra.
Creo en la mujer que sostiene a su familia con un salario que no alcanza.
Creo en el maestro que sigue enseñando aunque lo ignoren.
Creo en el médico que cura sin preguntar ideología.
Creo en el joven que no se rinde.
Creo en el abuelo que todavía cuenta historias.
Creo en la comunidad que resiste.
Creo en nosotros.
La Navidad 2025 no necesita más fuegos artificiales. Necesita más humanidad. Más escucha. Más verdad. Más justicia. Más ternura organizada.
Sí, organizada.
Porque el amor sin estructura se agota.
Y la solidaridad sin política se vuelve simbólica.
No basta con desear “paz” mientras aceptamos sistemas que producen violencia.
No basta con brindar por “prosperidad” mientras normalizamos la pobreza.
No basta con decir “felices fiestas” si el mundo sigue siendo un campo de batalla.
La Navidad no puede ser una mentira bonita.
Debe ser una promesa incómoda.
Yo, esta noche, me prometo no olvidar.
No olvidar a los que no están.
No olvidar a los que sufren.
No olvidar lo que importa.
Y me prometo algo más difícil:
No volverme cínico.
Porque el cinismo es la muerte lenta del alma.
Y yo quiero llegar al final de mis días con el corazón cansado, sí, pero no seco.
La Navidad es una grieta en el tiempo.
Por ahí se cuela la memoria.
Por ahí entra el perdón.
Por ahí puede pasar el futuro.
Si todavía estamos aquí, es porque algo en nosotros se niega a rendirse.
Así que hoy, en esta Navidad 2025, no levanto mi copa por lo que compré.
La levanto por lo que sigo siendo.
Por mi capacidad de sentir.
Por mi capacidad de llorar.
Por mi capacidad de amar en un mundo que me enseña a odiar.
Y si alguien me pregunta qué deseo para el próximo año, no responderé con cosas.
Responderé con palabras:
Deseo dignidad.
Deseo justicia.
Deseo menos miedo.
Deseo más comunidad.
Deseo que nadie tenga que elegir entre comer y soñar.
Deseo que la Navidad deje de ser una postal y vuelva a ser un compromiso.
Porque al final, la Navidad no es un día.
Es una decisión.
Y yo, esta noche, decido no rendirme.
En esta Nochebuena del 24 de diciembre de 2025, vuelvo al Evangelio de Lucas como quien vuelve a una fuente cuando todo arde: “Y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada”. No fue una escena romántica, fue una denuncia. Dios no nació en un palacio sino en la intemperie, no fue recibido por los poderosos sino por pastores —trabajadores precarizados de su tiempo—, no fue anunciado en los templos sino en los márgenes. Y eso, hoy, aquí, significa algo brutalmente vigente: en 2025 sigue “no habiendo lugar” para millones de personas en el sistema económico, en las ciudades, en la política, en el futuro. La Navidad no celebra un nacimiento cómodo, celebra la irrupción de la dignidad en medio del descarte. Cuando esta noche ponemos una mesa, encendemos una vela o abrazamos a alguien, estamos decidiendo —consciente o inconscientemente— de qué lado estamos: del lado de las posadas cerradas o del lado del pesebre abierto. Y yo, en este diciembre herido y luminoso, elijo que en mi casa, en mi conciencia y en mi país, sí haya lugar para la vida, para el pobre, para el migrante, para el cansado, para el que todavía espera. Porque eso —y no el consumo— es el verdadero Evangelio de la Navidad.
FELIZ NAVIDAD
El saber no descansa, la lectura provoca y el pensamiento sigue. Nos vemos en la siguiente columna.

