Kratos

Cuando hablamos de educación, hablamos de las niñas y de los niños. Suena bonito, pero el primer error es darlo por sentado. Nos gusta pensar que su derecho humano a la educación está garantizado, pero eso es un segundo error. Incluso, al conversar sobre temas educativos, si bien nos va hablamos de valores y de familia, pero lo más común es terminar en asuntos políticos, laborales, sindicales y/o hasta financieros. Decir que la educación es un derecho habilitante, que al conquistar este derecho ganas otros, es discutir en solitario; un tercer error.

 

Se antoja difícil aceptarlo, pero la educación no es una prioridad para los mexicanos. Me refiero a la población en su conjunto, a los ciudadanos, a las familias y no al gobierno de México. Duele, pero es un inicio para atrevernos a contar “otra historia”.

 

En un estudio de próxima publicación, cuando se le menciona a la población mexicana sobre una serie de problemas y se le pide escoger cual de ellos le afecta más al país, la educación aparece en la prioridad siete de ocho. Al dimensionar el porcentaje de preferencia, no rebasa el 5.1%, entre 2019 y 2022. Peor aún, si se le pide ordenar la lista de acuerdo al impacto que la problemática tiene en su persona, la educación cae al lugar ocho y no representa más allá de un 3.2%.

 

En la cima de nuestras prioridades están los asuntos de seguridad, economía y corrupción o desempleo. En conjunto concentran cerca del 70% de las preocupaciones de las y los mexicanos. De acuerdo con los especialistas en este tipo de estudios, “no es que la educación no nos interese, es nada más que las familias deben resolver otros problemas antes que la educación de sus hijos”.

 

Si lo anterior es verdad, entonces el problema más grande radica en que las familias mexicanas no relacionan el vínculo entre una comunidad presa de la coyuntura, caracterizada por su violencia, desigualdad y falta de oportunidades, con nuestro nulo interés en la educación.

 

No es casualidad que, a nivel macro, los países con bajo nivel de desempeño educativo tienen bajos niveles de competitividad, altos indicadores de desigualdad, severos problemas de violencia y una pobre estructura de combate a la corrupción. México tiene niveles de violencia similares a los de Chad y el Líbano, ubicado en el lugar 137 de acuerdo al Índice de Paz Global 2022; si de desarrollo humano se trata, ocupamos el lugar 74 de acuerdo al índice generado por las Naciones Unidas en 2020, lo que nos sitúa a niveles de Palestina y Jordania, sin mencionar los problemas de antaño en esta zona de Medio Oriente; en cuanto al Índice de Competitividad Global 2019, estamos en el lugar 48, a pesar de que somos (¿éramos?) la décimo tercera economía más grande mundo en tamaño.[1]

 

Los números son fríos y relatan una historia muy lejana para la realidad de la gente en la calle. Por eso, mejor acercar “el fuego” a la cotidianidad de nuestras vidas. Se entiende poco, que esas cifras macroeconómicas ponen en riesgo a nuestras familias de acuerdo a su nivel educativo. En el 2020, 71% de las personas fallecidas durante el COVID tenía nivel primaria o inferior; si lo llevamos al terreno de los feminicidios, tan sólo en el 2021, 1046 mujeres desaparecidas en el país tenían nivel secundaria, contra 328 a nivel profesional; si de desapariciones se trata, 5 de 10 personas desaparecidas en el Estado de México en el 2020, tenía nivel de educación básica, mientras que sólo 4 eran de nivel universitario.[2]

 

SÍ, conquistar el derecho humano a la educación nos posibilita como padres a proteger de mejor manera a nuestros hijos de una de estas desgracias, pero también favorece la construcción de una una comunidad con lazos más justos y equitativos.

 

El problema se agrava toda vez que, el instrumento para combatir esas realidades desgargantes en nuestra sociedad no funciona de la mejor manera. La escuela, la escuela pública y privada, está teniendo serias dificultades para romper esa maldición en el que el origen determina el destino. Y es que, el derecho humano a la educación comienza porque nuestros hijos aprendan; si van a la escuela, pero no aprenden, ¿no estamos acaso burlándonos del esfuerzo de millones de familias?

 

Esa burla pronto será frustración, cuando sin importar el número de años de estudio, la familia no logre verlo reflejado en el bienestar de sus hijos. Tan sólo hoy, de cada 100 niños que entran a primaria, sólo 55 salen de preparatoria, ¿qué pasa con el desarrollo del resto? No menos importante, 21% de los jóvenes graduados con licenciatura nunca escaparán de la pobreza.[3]

 

Debemos ponerle atención al mejor instrumento con el que contamos para generar oportunidades en la vida de nuestras niñas, niños y jóvenes: la escuela. Y los maestros, no son los culpables, son héroes desconocidos quienes necesitan de nuestro apoyo. Transformar el sistema educativo pasa por “voltear a ver” la escuela en la esquina nuestra casa.

 

Durante la pandemia sucedieron cosas grandiosas, que hoy corren el riesgo de ser dejadas en el olvido. He escrito sobre ellas en este mismo espacio. Regresar a las aulas como si nada hubiera ocurrido sería una doble desgracia, no sólo por la pérdida de aprendizajes acumulados sino porque estaríamos dejando en claro que no aprendimos nada de esta experiencia. No dejemos solas a las escuelas.

 

Para la nueva secretaria, Leticia Ramírez como para Delfina Gómez, la secretaria saliente, el mejor de los éxitos. Felicidades, démosle el beneficio de la duda. Ojalá su destino marcara la conquista, o no, del derecho a aprender de las y los niños, pero no es así.

 

Colocar la educación como prioridad de la población nos tendría hablando de cosas más profundas, como las oportunidades de nuestros hijos y de los hijos de los demás, y no de las posibilidades de empleo de un político, ni de su perfil. Si así fuera, quizás nunca habrían ni llegado a la SEP.

 

Mucha tinta ha corrido sobre la limitada preparación de las dos últimas titulares de la SEP, pero ése no es el tema. En la medida en que invirtamos nuestras prioridades, en esa medida crecerá la exigencia hacia nosotros mismos y a las propias autoridades.

 

En pocas palabras, estamos pagando el precio de nuestra indiferencia.

Que así sea.   

 

 

juanalfonso@uas.edu.mx

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