No estoy de acuerdo con la consigna de que “el INE no se toca”. Porque el INE, antes IFE, se ha tocado muchas veces. La democratización mexicana fue posible, de hecho, gracias a un ciclo de reformas que consolidaron una autoridad electoral autónoma, profesional y confiable. Defenderlo con el argumento de que es o debe ser intocable es desconocer las virtudes gradualistas de esa historia, convertir a la institución en un tótem, hacer como si querer modificarla equivaliera a un sacrilegio. El espíritu democrático es un espíritu necesariamente profano: inquisitivo, disidente, litigante, rebelde, que asume la falibilidad ineludible de cualquier empresa humana. Es un espíritu, en suma, para el que no existe nada incuestionable ni sagrado; para el que todo es, en principio, susceptible de ser “tocado”.

Tampoco estoy de acuerdo, sin embargo, con la reforma electoral conocida como “Plan B”. Creo que es una reforma profundamente nociva, que destruye una institucionalidad que tomó mucho tiempo construir, que desdeña la experiencia y los aprendizajes acumulados durante varias décadas en aras de una austeridad muy hostil no contra una “elite privilegiada” sino, más bien, contra una burocracia altamente especializada, eficiente y ejemplar. Es una reforma, sobre todo, que no resuelve ninguno de los complejos problemas que tiene el sistema electoral (por ejemplo, el desvío de recursos y el dinero ilícito en las campañas, la violencia contra candidatos, el uso político de los programas sociales) y que crea, en cambio, nuevos problemas en algo tan básico como la capacidad de organizar elecciones justas, libres y limpias. Es una maniobra favorable para los intereses de la coalición en el poder, pero es una reforma que pone en peligro a la democracia mexicana. Objetar lo primero (que “el INE no se toca” es una mala consigna) para ignorar o desestimar lo segundo (que la reforma electoral entraña una evidente regresión autoritaria) no es solo una falacia lógica, es un acto de deshonestidad intelectual. Los defectos que pueda tener el planteamiento de quienes están en contra de la reforma no son virtudes para los argumentos de quienes están a favor. Que tu contraparte caiga en una equivocación no implica que tú estés en lo correcto. Y menos cuando te empeñas en señalar esa equivocación no tanto para corregirla como para descalificar a quien cayó en ella y, de ese modo, desviar el debate. Que quienes están tratando de defender la democracia incurran en errores no significa que defender la democracia sea un error. Por supuesto que el INE, como cualquier otra institución pública en un régimen republicano, puede “tocarse”; la cuestión es cómo y para qué, a qué costo y con qué consecuencias. Ese es el meollo de la discusión que el oficialismo, tan bien entrenado en las malas artes de la posverdad, se ha obstinado en evadir tanto en el ámbito de la opinión pública como en la tribuna parlamentaria.

Hay un argumento detallado y exhaustivo en contra de la reforma electoral, pero no hay tal cosa como un argumento a favor . No hay una visión sistemática o de conjunto, con rigor lógico y basada en evidencia, que pueda justificarla como algo que realmente mejoraría la democracia en México. Hay, en el mejor de los casos, intentos por encontrarle algún aspecto individual no tan malo o rescatable; y, en el peor, un montón de viejas y nuevas patrañas, medias verdades, antipatías y ataques personales, muchos reproches y reclamos sin mayor fundamento que el de la necesidad de antagonizar, de apelar al descontento con el fin no de generar una reflexión colectiva sino de incitar a una revancha política. En esto ha desembocado el lopezobradorismo: en una política de capricho y consigna, en la que no hay diálogo ni deliberación, dedicada de lleno a querer vencer sin siquiera hacer el intento de convencer.

Con información de Expansión

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