La narcocultura de la 4T
Luis Farías Mackey
Uno de los grandes logros de la 4T ha sido implantar en México la narcocultura. Empezaron con los “abrazos, no balazos”; El Chapo pasó a ser el Señor Guzmán Loera; ante su madre el Ejecutivo federal se apea del auto en medio de una sierra agreste para presentarle sus respetos hablándole de tú. A su hijo se le deja libre a la primera, hasta que las presiones norteamericanas lograron evitar una segunda.
Hoy hay poblaciones sin Estado, donde en vallas y con porras los niños aprenden de sus padres cómo se da la bienvenida a un cártel del crimen organizado como si fuera un Ejército salvador. Y el presidente se enoja porque los medios lo transmiten, cómo si ello no fuera una noticia a nivel mundial.
No hay día en que nuestra realidad no se tiña de la sangre y deshumanización de sus métodos sanguinarios.
El Estado ante nuestros ojos desaparece y lo más que alcanza a hacer es a enviar convoyes militares que sólo saben desfilar por las calles sin la información, trabajo de campo, investigación, inteligencia y efectividad que demanda cualquier acción de seguridad pública. Hemos gastado miles de millones de pesos y desmantelado a las Fuerzas Armadas para arman una Guardia Nacional que malgasta sus días en desfiles motorizados de absoluta inutilidad ante las carcajadas del crimen organizado.
Los jóvenes cantan hoy narcocorridos y tienen por paradigma el de una vida corta, pero de poder, riqueza, mujeres y, por qué no, fama. ¿Quién quiere vivir la vida trabajando para pagar una vivienda miserable y una vejez de privación?
Ser policía o militar a ningún joven entusiasma; el lustre, el poder, la riqueza y la gloria están del lado de un crimen organizado, abrazado e impune.
Los nuevos liderazgos, los benefactores y la protección se hallan con el crimen organizado, que llega a defender de sus rivales a la población, que reparte despensas y regalos los días del niño y de la madre, que genera empleos y reparte riqueza; que hace obra pública, impone orden, otorga justicia y corre a pedradas y con mentadas de madre al Ejército de los pueblos.
Cuál no será la influencia de la narcocultura que, confesos y sentenciados, los sicarios que mataron a los 43 estudiantes de Ayotzinapa eI Iguala hace 9 años gozan de plena libertad y derechos, fungen como testigos “protegidos” e imponen la narrativa del asunto. Por supuesto, no les interesa encontrar los restos de los asesinados por sus manos y menos identificarlos, ¡se acabaría el negocio, la trama y el medro político y mediático; aunque aún no logran, a pesar de tanto esfuerzo, acusar al Estado y al Ejército.
Lo primero que exigieron a Peña fue no revictimizar a los jóvenes asociándolos con el narco. Nueve años después es lo mismo que reclaman hoy a López. ¿No será tiempo de abrir de una vez por todas esa línea de investigación? ¿No es ya tiempo de averiguar qué pasa al interior de la Normal Isidro Burgos? ¿De recordar cómo durante los dos y medio primeros años de este gobierno se les dejó extorsionar en las casetas de cobro de la carretera Del Sol en Guerrero, en grave deterioro de las finanzas de CAPUFE?
Sólo hay una cosa que no entiendo y es la ceguera de López Obrador y de Encinas. Ellos saben que los sistemas de inteligencia norteamericanos guardan mucha más información de la que han entregado sobre lo que pasó esos esa noche en Iguala y que siguen acopiando información sobre los grupos del crimen organizado en esa zona. Y aunque seguramente la ineptitud del peñismo no llevó bien la investigación, al liberar, proteger y encumbrar a los sicarios que perpetraron los asesinatos, tergiversar las investigaciones para hacer imposible su remediación y sacar raja política convirtiendo el drama humano y la injusticia en un circo de la posverdad, el lopezobradorismo sólo confirma ante los ojos de los órganos de inteligencia estadounidenses sus nexos, simpatías y connivencias con el crimen organizado de ese triangulo del infierno.
¿Creerán, acaso que no usarán todo ese arsenal informativo en su contra llegado el momento que más les convenga?
Puede que los sicarios liberados jamás vuelvan a pisar la cárcel, pero muchos de los que hoy acusan al Estado y al Ejército, para salvar a aquellos y medrar económica, comunicacional y políticamente de la muerte de los muchachos seguramente sí la pisarán.
Al tiempo.
Uno de los grandes logros de la 4T ha sido implantar en México la narcocultura. Empezaron con los “abrazos, no balazos”; El Chapo pasó a ser el Señor Guzmán Loera; ante su madre el Ejecutivo federal se apea del auto en medio de una sierra agreste para presentarle sus respetos hablándole de tú. A su hijo se le deja libre a la primera, hasta que las presiones norteamericanas lograron evitar una segunda.
Hoy hay poblaciones sin Estado, donde en vallas y con porras los niños aprenden de sus padres cómo se da la bienvenida a un cártel del crimen organizado como si fuera un Ejército salvador. Y el presidente se enoja porque los medios lo transmiten, cómo si ello no fuera una noticia a nivel mundial.
No hay día en que nuestra realidad no se tiña de la sangre y deshumanización de sus métodos sanguinarios.
El Estado ante nuestros ojos desaparece y lo más que alcanza a hacer es a enviar convoyes militares que sólo saben desfilar por las calles sin la información, trabajo de campo, investigación, inteligencia y efectividad que demanda cualquier acción de seguridad pública. Hemos gastado miles de millones de pesos y desmantelado a las Fuerzas Armadas para arman una Guardia Nacional que malgasta sus días en desfiles motorizados de absoluta inutilidad ante las carcajadas del crimen organizado.
Los jóvenes cantan hoy narcocorridos y tienen por paradigma el de una vida corta, pero de poder, riqueza, mujeres y, por qué no, fama. ¿Quién quiere vivir la vida trabajando para pagar una vivienda miserable y una vejez de privación?
Ser policía o militar a ningún joven entusiasma; el lustre, el poder, la riqueza y la gloria están del lado de un crimen organizado, abrazado e impune.
Los nuevos liderazgos, los benefactores y la protección se hallan con el crimen organizado, que llega a defender de sus rivales a la población, que reparte despensas y regalos los días del niño y de la madre, que genera empleos y reparte riqueza; que hace obra pública, impone orden, otorga justicia y corre a pedradas y con mentadas de madre al Ejército de los pueblos.
Cuál no será la influencia de la narcocultura que, confesos y sentenciados, los sicarios que mataron a los 43 estudiantes de Ayotzinapa eI Iguala hace 9 años gozan de plena libertad y derechos, fungen como testigos “protegidos” e imponen la narrativa del asunto. Por supuesto, no les interesa encontrar los restos de los asesinados por sus manos y menos identificarlos, ¡se acabaría el negocio, la trama y el medro político y mediático; aunque aún no logran, a pesar de tanto esfuerzo, acusar al Estado y al Ejército.
Lo primero que exigieron a Peña fue no revictimizar a los jóvenes asociándolos con el narco. Nueve años después es lo mismo que reclaman hoy a López. ¿No será tiempo de abrir de una vez por todas esa línea de investigación? ¿No es ya tiempo de averiguar qué pasa al interior de la Normal Isidro Burgos? ¿De recordar cómo durante los dos y medio primeros años de este gobierno se les dejó extorsionar en las casetas de cobro de la carretera Del Sol en Guerrero, en grave deterioro de las finanzas de CAPUFE?
Sólo hay una cosa que no entiendo y es la ceguera de López Obrador y de Encinas. Ellos saben que los sistemas de inteligencia norteamericanos guardan mucha más información de la que han entregado sobre lo que pasó esos esa noche en Iguala y que siguen acopiando información sobre los grupos del crimen organizado en esa zona. Y aunque seguramente la ineptitud del peñismo no llevó bien la investigación, al liberar, proteger y encumbrar a los sicarios que perpetraron los asesinatos, tergiversar las investigaciones para hacer imposible su remediación y sacar raja política convirtiendo el drama humano y la injusticia en un circo de la posverdad, el lopezobradorismo sólo confirma ante los ojos de los órganos de inteligencia estadounidenses sus nexos, simpatías y connivencias con el crimen organizado de ese triangulo del infierno.
¿Creerán, acaso que no usarán todo ese arsenal informativo en su contra llegado el momento que más les convenga?
Puede que los sicarios liberados jamás vuelvan a pisar la cárcel, pero muchos de los que hoy acusan al Estado y al Ejército, para salvar a aquellos y medrar económica, comunicacional y políticamente de la muerte de los muchachos seguramente sí la pisarán.
Al tiempo.