Jesus Octavio Milán Gil 
Nos faltan 43. Nos faltan todos. Nos falta justicia. Nos falta el país que prometimos ser.
Memoria de una herida abierta
Hoy 26 de septiembre no es una fecha más en el calendario. Es una cicatriz que se abre de nuevo cada año, como si el tiempo se negara a cerrar la herida. Han pasado once años desde aquella noche en Iguala, once años desde que 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecieron en el polvo y el fuego de un país que parece haberse acostumbrado a contar muertos y desaparecidos como si fueran estadísticas.
La verdad que incomoda
La llamada “verdad histórica” que en su momento presentó el gobierno de Enrique Peña Nieto fue más un acto de prestidigitación política que un ejercicio de justicia. Se construyó una narrativa que pretendía cerrar el caso con rapidez, culpando a un grupo criminal local y afirmando que los estudiantes fueron incinerados en un basurero. Pero esa versión se desmoronó ante la evidencia científica, ante las investigaciones internacionales, ante la voz de las madres y los padres que se negaron a aceptar una mentira como consuelo.
Once años después, seguimos en el mismo punto: sin saber dónde están los 43. La impunidad es tan contundente como el primer día. Los juicios se alargan, los responsables intelectuales se escurren entre vericuetos legales y las instituciones parecen más ocupadas en cuidarse a sí mismas que en esclarecer la verdad.
Un país que no olvida
Cada aniversario de Ayotzinapa debería ser un recordatorio incómodo para el Estado mexicano de que no puede seguir administrando el dolor social. De que su obligación es esclarecer, no encubrir; garantizar justicia, no fabricar culpables; proteger a sus ciudadanos, no desaparecerlos.
La noche más larga
Once años parecen una eternidad para quienes han esperado noticias. El amanecer no llega. Para las familias, el tiempo se detuvo allí, en el instante en que los camiones fueron detenidos, en que los jóvenes fueron arrancados de la vida cotidiana y sumergidos en la oscuridad de un Estado fallido.
No hay democracia posible si un país no es capaz de responder dónde están sus desaparecidos. No hay paz posible si la verdad se esconde en expedientes sellados. No hay justicia si las instituciones se convierten en cómplices del silencio.
Crónica de una investigación fallida
Once años después México sigue mirando hacia el mismo abismo: el de su propia incapacidad para esclarecer la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa. Once años en que las madres y los padres de los jóvenes han marchado con el mismo retrato en las manos, repitiendo los mismos nombres, escuchando las mismas promesas oficiales que nunca se cumplen.
La noche que nos quebró
La noche del 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero, se desató un horror que se volvería parte del ADN de la indignación mexicana. Los estudiantes se dirigían a Ciudad de México para conmemorar el aniversario de la masacre de Tlatelolco. Nunca llegaron. Lo que siguió fue un operativo múltiple —policías municipales, estatales, federales y grupos criminales actuando en una extraña coordinación— que terminó con autobuses detenidos, balas, sangre y 43 estudiantes desaparecidos.
El Estado mexicano respondió primero con silencio, después con una verdad oficial tan frágil que se derrumbó ante el escrutinio de expertos internacionales. La llamada “verdad histórica” fue un insulto: que los estudiantes habían sido incinerados en el basurero de Cocula. Ni la ciencia ni el sentido común lo sostuvieron. Y, sin embargo, esa versión fue usada como coartada durante años.
Once años de simulación
En 2018, la llegada de un nuevo gobierno trajo un rayo de esperanza. Andrés Manuel López Obrador prometió hacer de Ayotzinapa una prioridad. Se creó la Comisión para la Verdad y se abrió la investigación con un enfoque distinto. Hubo avances: se reconoció la participación del Ejército, se hallaron algunos restos óseos, se detuvo a personajes clave. Pero el impulso inicial se fue desinflando. En los últimos dos años de su administración, los padres denunciaron que el Ejército volvió a cerrar filas, que los expedientes se estancaron y que la promesa de verdad se convirtió en otro expediente político.
Ahora, en 2025, Claudia Sheinbaum promete nuevas líneas de investigación. Promete ir a fondo, promete no dejar el caso impune. Pero el país ya ha escuchado esas palabras antes. La confianza está resquebrajada. Los familiares no piden discursos, piden resultados.
Una herida que no cierra
Ayotzinapa no es solo el dolor de 43 familias: es el espejo de un país que normalizó la desaparición forzada. Desde 2014, el registro oficial de personas desaparecidas ha superado las 110,000. Ayotzinapa es el caso más emblemático, pero no el único. Cada día se suman nuevos nombres a la lista.
Cada 26 de septiembre, las calles de la Ciudad de México, Chilpancingo y Guerrero se llenan de voces que exigen justicia. Y cada año, la respuesta oficial es la misma: discursos solemnes, comunicados de prensa, anuncios de investigaciones que no llegan a puerto.
El Ejército, el gran intocable
Uno de los nudos más oscuros del caso es el papel de las Fuerzas Armadas. Desde los primeros días se supo que el Ejército tenía información en tiempo real sobre el movimiento de los estudiantes. Hubo inteligencia militar, hubo vigilancia y, sin embargo, no hubo rescate. Hasta hoy, ningún alto mando ha sido procesado. La opacidad castrense sigue siendo la muralla más alta que la justicia mexicana no se atreve a derribar.
Los expertos del GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes) han señalado una y otra vez la falta de cooperación del Ejército. Documentos clave fueron alterados, otros desaparecieron. El último informe del GIEI, antes de su salida en 2023, fue demoledor: no hay condiciones para conocer toda la verdad mientras las Fuerzas Armadas sigan administrando la información como si fuera un botín.
La deuda del Estado
Ayotzinapa es la evidencia de que el Estado mexicano es capaz de investigar a medias, de encarcelar a unos cuantos culpables, pero incapaz de ofrecer un relato completo que resista la prueba de la historia. La verdad, esa que debería ser la base de la reconciliación, sigue secuestrada.
Cada administración usa el caso como bandera de legitimidad. Cada presidenta o presidente promete justicia. Pero cuando llega la hora de tocar intereses profundos, el proceso se detiene. El poder político teme al poder militar, y el país entero paga el costo.
La memoria que incomoda
Ayotzinapa es una piedra en el zapato para el discurso oficial de modernidad. Recordar a los 43 es recordar que en México ser joven, pobre y estudiante rural puede ser una sentencia de muerte. Que las instituciones que deberían protegerte pueden entregarte a tus verdugos. Que el país entero puede aprender a vivir con tu ausencia sin que pase nada.
La memoria de los 43, sin embargo, resiste. Está en los murales, en las plazas, en los grafitis de las ciudades. Está en las voces de los padres que no han dejado de marchar. Está en el rostro de los nuevos estudiantes de Ayotzinapa, que cada año toman los mismos camiones para viajar a la Ciudad de México y gritar los mismos nombres.
Lo que no podemos olvidar
Crónica de una investigación fallida: así podría resumirse Ayotzinapa. Una historia que comenzó con sangre y sigue marcada por la impunidad. No hay justicia, no hay verdad plena. Hay promesas, hay discursos, hay expedientes. Pero no hay los 43.
México no puede acostumbrarse a esta ausencia. No puede normalizar que el Estado desaparezca a sus jóvenes y luego se enrede en su propio laberinto de simulaciones.
Este 26 de septiembre, a once años de la noche de Iguala, la exigencia sigue siendo la misma: Vivos se los llevaron, vivos los queremos.
El saber no descansa, la lectura provoca y el pensamiento sigue. Nos vemos en la siguiente columna.

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