Milton Merlo

El secretario de Estado de los Estados Unidos Antony Blinken no encuentra en la política exterior una salida a la epidemia de fentanilo que este año matará más estadounidenses que los accidentes de tránsito en calles y carreteras del país vecino.

 

Días atrás protagonizó una visita a China en la cual llevó  este drama como uno de los temas centrales de su agenda con el canciller Quin Gang. Pero, tal como mencionó Oliver Knox en The Washington Post, Blinken volvió a Estados Unidos sin promesas ni acciones concretas, apenas un vago comentario en favor de crear un grupo de estudio del tema.

 

Para China el fentanilo no es un problema de salubridad pública, su sociedad no lo persigue y, tal como algunos diplomáticos chinos le dijeron a la Cancillería mexicana, ya rige una agresiva regulación contra el tráfico de precursores químicos que se realizó a pedido de Washington en una serie de conversaciones que se activaron al final del segundo gobierno de Barack Obama.

 

Y en México el Gobierno tampoco termina de aceptar la tesis de Blinken de que los precursores químicos llegan al país desde Asia, se procesan en laboratorios manejados por cárteles e ingresan a Estados Unidos por la frontera ya como una droga letal. El pasado miércoles Andrés Manuel López Obrador aprovechó un giro narrativo de su conferencia matutina para decir que el 86% de los presos por tráfico de fentanilo en Estados Unidos son todos ciudadanos de ese país.

 

El problema del escenario es que, siempre según la teoría del Departamento de Estado, sin colaboración activa de México y China no hay demasiadas vías de escape. Solo algunos golpes de efecto, como el anuncio de que el gobierno estadounidense se dispone a incautar bienes de narcotraficantes mexicanos.

Para los generales mexicanos a cargo de la seguridad hay una idea bien cristalizada: si Washington tiene una postura más definida respecto a Taiwan, China colaborará en la guerra contra el fentanilo. Según mencionan reportes de la Sedena, esa cooperación se desbarrancó luego del viaje de Nancy Pelosi a Taiwan en agosto del año pasado.

 

Nunca se dirá en voz alta pero tanto en Beijing como en CDMX se cultiva la narrativa de que en realidad los precursores químicos ya están en Estados Unidos y que el crimen organizado aprovecha algún tipo de falla logística de la industria farmacéutica. Las recientes pesquisas del Departamento de Justicia referidas al laboratorio Pfizer alimentan esa retórica sigilosa.

 

Como sea, el fentanilo es un issue que gana cada vez más terreno en la agenda previa a la campaña presidencial estadounidense. El gobernador de Texas Greg Abbot va a crear una fuerza especial para la frontera con la meta de ir tras narcotraficantes y en el Capitolio de Austin se discutirá una norma que equipará el tráfico de fentanilo con las penas asignadas a los homicidas.

 

Em Texas esta semana, según reportó la periodista Allie Kelly en The Dallas Morning News, una persona fue condenada a doce años de prisión por tener una dosis elevada de fentanilo en su poder.

 

Todo converge en la política. En el partido republicano se gesta una lógica que aglomera como un todo tres puntos débiles del gobierno demócrata: la crisis migratoria, la crisis sanitaria por consumo de fentanilo y la criminalidad en las grandes ciudades.

 

La seguridad urbana se vuelve así un tema crucial y de alcances impensados. Peter Herman relató en The Washington Post que actualmente ciudades como Chicago, Washington DC, Baltimore, Nueva Orleans o Charlotte se encuentran en dificultades para encontrar jefes para sus policías porque pocos quieren afrontar realidades tan complejas.

 

México y China están en el epicentro de esa lógica que los republicanos se disponen a detonar cada vez con más fuerza, rumbo a la primera parada de la primaria en Iowa, a mediados de enero del 2024.

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