Por encima de toda duda, la mayor batalla que libramos en la vida es con nosotros mismos. “¿Quién soy?”—una pregunta que resuena en el eco de nuestro interior, como un susurro eterno que nunca termina de ser respondido.
  Jesús Octavio Milán Gil
A veces, al mirarme en el espejo, siento que la imagen que me devuelve no es más que un reflejo distorsionado de quien realmente soy. Es como si el rostro que veo no fuera mío, sino una máscara que la vida o el tiempo han puesto sobre mi alma, ocultando mi verdadera esencia. En esos momentos, me pregunto: ¿por qué me miro y no me reconozco? ¿Qué circunstancias, qué heridas invisibles, qué miedos acumulados, han logrado hacer que mi reflejo se vuelva extraño, ajeno, casi un desconocido?
El espejo, desde tiempos inmemoriales, ha sido más que un simple objeto de vanity. En la antigüedad, los egipcios creían que el espejo era un portal hacia el alma, una ventana que mostraba no solo la apariencia física, sino también el estado espiritual. Sin embargo, en ese mismo tiempo, el filósofo Platón advertía que lo que percibimos en el mundo sensible —incluyendo nuestro reflejo— es solo una sombra de la realidad verdadera, una copia imperfecta de las Ideas eternas. Quizá, en esa imperfección, reside la raíz de por qué a veces no me reconozco.
Recuerdo una noche en la que, exhausto y pensativo, me encontré frente al espejo después de un largo período de incertidumbre. La imagen que me devolvió no era la de un joven vibrante, sino la de un hombre que había envejecido en silencios, en dudas, en heridas que no sanaron. En ese instante, comprendí que mi reflejo no solo mostraba mis rasgos físicos, sino también las huellas de mis batallas internas, las cicatrices invisibles que llevo escondidas bajo la piel. Como dijo Rainer Maria Rilke: “El espejo no miente, pero a veces no revela toda la verdad.”
La historia misma nos ofrece ejemplos conmovedores. La leyenda del “Narciso” en la mitología griega nos recuerda que la obsesión por la imagen puede ser tanto una condena como una revelación. Narciso quedó atrapado en su reflejo, incapaz de reconocer su propia alma, y en esa incapacidad, se perdió. Pero también, la historia nos enseña que en la pérdida del reconocimiento puede encontrarse la oportunidad de un renacimiento. La transformación personal, muchas veces, comienza cuando nos enfrentamos con nuestra imagen más vulnerable y decidimos buscar quién realmente somos más allá del espejo.
¿Y qué decir de las frases que han marcado a generaciones? Friedrich Nietzsche afirmó que “el que mira hacia afuera, sueña; el que mira hacia adentro, despierta.” Quizá, en ese despertar, reside la clave. Cuando no me reconozco, no es solo una cuestión de apariencia, sino un llamado a explorar las profundidades de mi ser, a entender qué partes de mí mismo he olvidado o reprimido. Es en esa introspección donde encuentro la verdadera identidad, más allá del reflejo superficial.
Curiosidades también nos muestran que el rostro puede cambiar, pero la esencia permanece. Sabemos que las huellas dactilares son únicas, así como la huella de nuestro carácter y experiencias. La imagen en el espejo puede variar con el tiempo, pero nuestra alma, si la cuidamos, se mantiene constante. Sin embargo, en ocasiones, la vida nos golpea con pérdida, decepción, o simplemente el paso del tiempo, y nuestro reflejo parece desvanecerse, como si nos pidiera que nos redefiniéramos.
En ese proceso, descubro que no soy solo un rostro, un cuerpo, una historia; soy también un alma en constante búsqueda, un ser en permanente devenir. La pregunta “¿Por qué no me reconozco?” es, en realidad, una invitación a profundizar en ese misterio que somos, a aceptar las heridas y los cambios, y a entender que la verdadera identidad no es una imagen fija, sino un río que fluye y se transforma.
Quizá, la mayor lección que puedo extraer es que el espejo no solo refleja lo que somos, sino también lo que anhelamos ser. Y en esa reflexión, en ese diálogo silencioso con nuestro propio reflejo, reside la oportunidad de reencontrarnos: no con la imagen que el mundo nos impone, sino con la esencia pura que siempre ha estado allí, esperando ser reconocida.
Porque, al final, el reconocimiento más profundo no está en la superficie, sino en la mirada sincera hacia nuestro propio alma. Y esa, quizás, sea la mayor revelación: que somos mucho más que la imagen que vemos, somos la historia que aún estamos por escribir, la luz que aún podemos encender en nuestro interior.
El espejo no miente, pero a veces no revela toda la verdad. Que esa verdad nos guíe siempre hacia nuestro propio descubrimiento.
Martes 20 de mayo de 2025.
               Culiacán Sinaloa

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *