Fallida Selección Nacional, acorde con la 4T
ÍNDICE POLÍTICO
FRANCISCO RODRÍGUEZ
Con la participación de Tomás Balcázar González, abuelo de El Chicharito, el bombardero Jaime Belmonte metió aquel gol de México ante Gales en el campeonato mundial de Suecia que le dio al país el primer punto conseguido en los certámenes de la FIFA. Era 1958, y los partidos los oíamos quienes teníamos un aparato de radio.
Mucho se ha tenido que sufrir desde entonces, y no sólo nosotros, el terrorismo futbolero ya estaba adueñado del planeta. El Rey Gustavo Adolfo de Suecia hizo lo imposible con los facilitadores de la FIFA para que Pelé, quien apenas contaba con 17 años, no jugara la final contra su equipo. Falló, como cualquier coyote.
El recién desaparecido Edson Arantes Do Nascimento fue la base del triunfo de Brasil, junto con 10 genios del balompié que hicieron la historia en este espectáculo.
En 1962, en el Mundial de Chile, los portugueses cosieron a patadas a los astros cariocas, y casi los retiraron del campo para siempre. En aquel año, Waldir Pereyra, Didí, el más grande mediocampista de todos los tiempos llegó lastimado a Veracruz y enseñó tres secretos fundamentales del jogo bonito.
El primero, cómo conducir la pelota a toda velocidad, sin ver los pies, sino atisbar a quién se le pasaba la pelota, un balón de cuero con cámara de hule. Enseñaba el astro que todo era cuestión de mentalizarse, hacer de cuenta que el balón iba rodando adentro de una caja de cartón. Y, efectivamente, no se salía.
Ni Ferenc Puskás, Ladislao Kubala, Isidro Lángara, Alfredo Di Stefano, Enrique Omar Sívori, ni cualquier figura mundial conocían la fórmula. Todos corrían con el balón sin despegar la vista de los zapatos. Eso les restaba eficiencia, era un obstáculo formidable para desempeñarse en la cancha. Didí lo enseñó al mundo y revolucionó el juego.
El segundo, era lograr la hoja seca, aquel artilugio del empeine y los metatarsos para lograr que, al pegarle al balón, éste hiciera todo tipo de efectos en el aire antes de ensartarse en la portería contraria. A partir de Didí, la fórmula de la hoja seca se convirtió en una arma letal de necesidad. Ahora lo logran todos y nadie pagó la patente.
El tercero, era la forma de tirar los penales. Encarrerarse al balón y a medio tramo pararse abruptamente y dejar que el portero se venciera, para ejecutarlo a placer. Parece mentira, pero esta sencilla clase provocó grandes triunfos y espantosas tragedias deportivas.
Sin Didí no hubiera sido posible que estos tres secretos se conocieran. Igual que su consejo de siempre: los partidos se ganaban en el vestidor, no en la cancha. Si un conjunto salía a disputar, sin antes ponerse de acuerdo y ajustar todas sus pasiones de equipo y personales, se iba al fracaso. Ningún entrenador podría salvarlo.
El nivel del país se refleja en su futbol
Definitivamente, el espectáculo futbolero ha rebasado fronteras. Los europeos latinizan sus estrategias al mismo tiempo que los latinos se europeizan en el juego vertical. Las diferencias siguen siendo las individualidades, los cracks que se cotizan a precios de oro en los mercados mundiales de la especialidad.
Hay quienes cuestan el valor completo de las nóminas nacionales de países modestos en el certamen. Entre otros, Messi, Ronaldo, Neymar, Cane, Lewandoski, cuestan tanto que casi nada les interesa más que cuidar sus tobillos, a pesar de cualquier honor y cualquier desdicha. Son un producto de la globalización despiadada.
Pero los himnos nacionales, el honor deportivo, la exhibición mundial de los grandes dramas de un país siguen estando en las manos de mercachifles y rufianes que hacen de esto un rosario de Amozoc. Urge ponerle un hasta aquí, antes de seguir sufriendo otra decepción gigantesca.
El gran fracaso de la selección mexicana en el Mundial de 1978, en Argentina, se debió precisamente a eso. Roquita, el entrenador, estaba rodeado de favoritos, y sus liviandades jamás le permitieron meter orden en el vestidor de la selección que fue catalogada como “el mejor once de nuestros tiempos”. Hicieron un ridículo espantoso. El peor que se recuerde.
La selección, siempre escogida por los caifanes de Televisa nos llevó a los peores mundos posibles. Hasta al terror de los penaltis. Era una diversión perversa, donde los sentimientos del pueblo siempre pagaron el pato. La frustración nos acompañaba siempre. El nivel del país se reflejaba en el futbol, como en todas partes.
Nidos de corrupción que pudieron ser vencidos esporádicamente por individualidades en la cancha que nos dieron la primera satisfacción: ganar el segundo lugar en la Copa América de 1993, treinta años después de las enseñanzas de Didí. Pero eso fue el apoteosis. Nada volvió a ser igual. Díez años después estaban ganando el Campeonato Sub-17.
Sólo publicitan chácharas y chatarra
El deporte es un producto directo de la situación de un país. El futbol lo es aún más. En el juego de conjunto, independientemente de cualquier entrenador, se detecta la evolución de las clases sociales, lo que no puede observarse en el atletismo, la natación, el salto con garrocha, o en cualquier competencia individual con sello olímpico.
La selección mexicana no debe ser un símbolo aislado que sea propiedad de las empresas como hasta ahora. La entonación del himno, los colores nacionales, el mostrar ante el mundo los atractivos del país en una competencia observada por cuatro mil millones de seres humanos no debe ser propiedad de nadie. Es un asunto de interés nacional, y como tal debe estar regido por normas de conducta apropiadas.
No es posible que mientras nos jalamos los pelos, nos estresamos, padecemos los acontecimientos tan lejanos, las grandes empresas utilicen a los seleccionados para publicitar todas las series de chácharas, bisuterías y alimentos y bebidas chatarra que dejan pingües beneficios a la televisora de Chapultepec 18. Son miles de millones de dólares de publicidad en juego, donde los menos beneficiados son los jugadores y los hinchas.
Y no es sólo un asunto que competa a los pamboleros. Forma parte esencial de un continuum que debe ser atendido en sus raíces con urgencia. Si el futbol ha dejado de ser “un jueguito donde disputan el balón once contra once y siempre gana Alemania”, dijera Fernando Marcos, es preciso que todo cambie, igual que supuestamente se está transformando el país.
El deporte nacional es “repartir la copa”. El objetivo no es ganarla, aunque ahora se juegue por el amor a ganar y no por el temor a perder. Sí, necesitamos que triunfen, para que inyecten a la sociedad su entusiasmo y pundonor. Pero este país es otra cosa.
México puede cambiar para mejor. Al menos, los ciudadanos, en enorme mayoría, hemos decidido botar a la basura todas las prácticas de corrupción y engaño que nos han sometido durante décadas oprobiosas y criminales.
En la política y en el futbol, primero es mentalizarse y concluir: ¡sí se puede!
El futbol debería ser el reflejo directo del coraje, el valor y el empeño que muchos “aspiracionistas” ponemos en práctica para mejorar nuestros niveles de vida, de nuestras familias, de los demás. No puede ser de otra forma.
En la política y en el futbol, como lo demostraron los astros brasileños, pentacampeones del mundo, lo primero es mentalizarse y llegar a la conclusión de que ¡sí se puede!
Lo que no sucede ahora con una selección nacional tipo 4T.
Indicios
Va usted al cine. La película resulta ser un fiasco. Pésima dirección. Actores chafas. Un solo escenario. El editor no tuvo el cuidado de cortar las escenas fallidas y las incluyó en la cinta cinematográfica. Y lo peor, las palomitas estaban rancias. ¿Regresaría usted a ver la misma película una y otra vez? Claro que no. Entonces, ¿por qué si público que asiste a los estadios a ver un espectáculo de la Selección Nacional insiste en asistir a esos eventos? ¿Por qué se llenan los restaurantes, bares y cantinas para ver perder a quienes certeramente fueron bautizados como “ratoncitos verdes”? ¿Por qué, ante tantas fallas, mentiras, corrupción desatada, los electores optaron por volver a votar por Morena y por un segundo piso de la llamada Cuarta Transformación? * * * Y por hoy es todo. Mi invariable reconocimiento a usted que leyó este texto. Como siempre, le deseo ¡buenas gracias y muchos, muchos días!