LA TAREA NUNCA ACABA

Juan Alfonso Mejía
Dr. En Ciencia Política
Activista social a favor de la educación

La imagen colca en primer plano a dos niños, entre 11 y 13 años. La música de fondo es de alguno de esos corridos de tradición sinaloense. Los acompaña un adulto en la parte delantera de la camioneta, mientras los menores sostienen un radio entre sus piernas. “Les habla Ovidio”, les anuncia el adulto, a lo que los menores agachan la cabeza, mientras lo niegan; de pronto se escucha a través del aparato, “ahí van unas rápidas” en clara alusión a las camionetas doble cabina. El video de 20 segundos refleja la mirada todavía asustada y nerviosa de los menores, ambos armados con un rifle cada uno, mientras la voz del adulto les anuncia, “o valen verga, eh”.

Las imágenes de un helicóptero disparando en una zona habitacional en Culiacán, las porras de un poblado animando a los narcotraficantes a que “les den duro” a los del Ejército, los camiones quemados y atravesados en medio de toda la ciudad, la extensión del conflicto a otras ciudades; ninguna de las imágenes descritas, dadas a conocer en días pasados me causa tanto terror como ver a un par de niños armados.

El retrato de esta realidad sinaloense me transportó en el tiempo y el espacio. En diciembre de 1987, palestinos e israelíes se enfrentaron de manera encarnizada por los territorios de Gaza y Cisjordania, conquistados a manos de Israel durante la guerra de 1967. La disparidad en poderío militar entre unos y otros siempre ha sido considerable, por lo que los palestinos decidieron utilizar un arma un tanto inusual. Quienes lideraron múltiples de los ataques palestinos eran niños con piedras, niños con piedras utilizados como muros frente a soldados israelitas.

Lo acontecido el 5 de enero en Culiacán y en Sinaloa se parece cada vez menos a aquellas confrontaciones entre sicarios y autoridades y más a una realidad cercana a la ficción, la Intifada mexicana.

Los niños con armas representan la claudicación de la sociedad. El adulto supone proteger al infante no sólo por cuestiones éticas, sino hasta por su mera supervivencia. Un niño con un arma encarna la desesperanza, la imposibilidad de un futuro mejor.

Por desgracia, “los Niños Soldado” son una realidad en el mundo desde hace varios años. Entre 2005 y 2021, UNICEF calcula hasta 300 mil niños y niñas asociados a fuerzas y grupos armados en conflictos que desgarran a más de 20 países en todo el mundo. Algunos de ellos y ellas viven en medio de la guerra, lo que los convierte en combatientes involuntarios. Otros más son obligados a ejercer de cocineros, mensajeros, esclavas sexuales, hasta realizar ataques suicidadas; pero otros más, lo ven como un escape de la pobreza o como un tránsito natural común a su historia de familia o del lugar donde nacieron.

El niño es desde su nacimiento portador de la historia de su pueblo, de sus sufrimientos y de sus esperanzas. ¿Significa por ello que tiene un destino trazado?

La claudicación de un modelo social de convivencia no es poca cosa. En Gaza y en los Territorios Ocupados, la relación del niño con la guerra es tan intensa como compleja. No es una guerra convencional ni selectiva, sino una “guerra limitada” que empezó hace 50 años y a la que, en los últimos años, se ha añadido la violencia intracomunitaria. No es sólo un conflicto armado, sino también una guerra solapada donde se atacan todos los cimientos de la infancia, que normalmente son la familia, la escuela y el tejido social y económico.

En condiciones de guerra la realidad descrita en el párrafo anterior parece sacada de una película de terror, pero, ¿qué pasa cuando esa realidad se reproduce en territorios “de paz”? El conflicto armado esta tan normalizado en nuestra sociedad que forma parte del paisaje, algo así como parte de nuestro “folklor”.

De acuerdo con algunos especialistas, los niños que participan en conflictos armados curan parte de su propio dolor. Por ejemplo, “participar en la Intifada lanzando piedras contra los soldados israelíes es una manera de evadirse y olvidar su propio trauma, que rebrota irresistible cuando vuelven a casa. Se sienten desprotegidos, han perdido la confianza en sí mismos, pero también en sus familiares y en el mundo que los rodea”. Al ver las imágenes de esos niños armados me pregunto, ¿cuánta confianza han perdido en nosotros? O bien, ¿cuánta confianza pierden en el modelo social de convivencia que mantiene a gran parte de la sociedad vigente?

Al crimen organizado no se le combate con balas, sino con oportunidades. Las oportunidades que la sociedad “civilizada” no les ofrezcamos, ellos vendrán a ofrecérselas. De aquí mi insistencia, una vez más, ¿para qué queremos las escuelas?

Que así sea.

PD. Pensaba escribir sobre algo muy distinto para este inicio de año, pero la coyuntura nos alcanzó. Aun así, amable lector, les deseo templanza para conquistar y para defender la razón íntima de sus motivaciones. Feliz 2023.

 

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