BREVEZ
BITÁCORA INQUIETA
Jesús Octavio Milán Gil 
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Hay una edad —la mía, ya entrada en la séptima década— en la que el tiempo deja de ser calendario y se vuelve espejo. No cuenta los días: los desnuda. Uno aprende entonces que la vida no fue larga ni corta; fue intensa, desigual, interrumpida, luminosa a ratos, y siempre —siempre— insuficiente para decirlo todo.
En la cercanía de Nochebuena y Navidad, cuando el mundo insiste en encender luces para engañar a la noche, el alma hace su propio inventario. Octavio Paz diría que el tiempo es una herida que canta; García Márquez, que los recuerdos no tienen orden, sino clima; y el padre —el papá de casa, el de manos callosas y silencios largos— recordaría que la vida es breve porque no se guarda: se gasta.
La brevedad no es un defecto. Es una condición. Vivimos menos de lo que creemos y más de lo que merecemos. La estadística, fría y necesaria, lo confirma: aun en los países donde la esperanza de vida ronda los setenta y tantos años, la mayor parte del tiempo se nos va en aprender a vivir. Pasamos décadas acumulando oficio para, al final, comprender lo esencial: que el amor no admite prórrogas, que el perdón no se archiva, que la dignidad no se negocia. Según los números, un ser humano duerme cerca de un tercio de su existencia; trabaja otro tanto; y el resto —ese resto milagroso— se reparte entre afectos, pérdidas, esperas y celebraciones. ¿Cuánto queda, entonces, para decir “gracias”, para pedir “perdón”, para abrazar sin testigos? Muy poco. Lo justo.
La vida es breve porque es concreta. No ocurre en abstracto, ocurre en una mesa, en un pasillo de hospital, en una llamada que no hicimos, en una foto amarillenta, en una risa que ya no vuelve. Es breve porque no se repite: cada diciembre es el último de ese diciembre; cada Nochebuena trae una ausencia nueva y una presencia más frágil. Y, sin embargo, hay algo obstinado en nosotros que se niega a rendirse. Encendemos velas. Partimos pan. Brindamos. Nombramos a los que faltan. Nos sentamos a la mesa como si el tiempo obedeciera.
La crítica llega sola: desperdiciamos años creyendo que la vida era un borrador. Postergamos la alegría como si el calendario fuera infinito. Confundimos éxito con ruido y prisa con destino. Nos dijeron que “algún día” —y ese día no existe—. La brevedad nos desmiente con ternura brutal: no hay ensayo general. Cada acto es estreno.
En la vejez —esa palabra que ya no temo— la vida se vuelve precisa. Se aprende a decir no sin culpa, a decir sí sin aplauso. Se entiende que la paz es una forma superior de la valentía. El cuerpo reclama cuentas; la memoria pide orden; el corazón exige verdad. Y uno descubre que la brevedad no empobrece: concentra. Hace del instante una patria.
Navidad no es una fecha; es una pregunta. ¿Qué hicimos con el tiempo que nos tocó? ¿A quién amamos cuando pudimos? ¿Qué dejamos de hacer por miedo? El padre lo diría sin metáforas: “Hijo, vive derecho; lo demás se acomoda”. Paz lo escribiría con filo: “El tiempo no pasa: pasa lo que somos”. García Márquez lo narraría con ironía compasiva: “La vida no se mide por los años, sino por los momentos que nos dejan sin aire”.
A mis más de setenta años, no pido más tiempo; pido más presencia. No pido años; pido claridad. Que la brevedad nos vuelva atentos, que nos enseñe a celebrar sin estruendo y a despedir sin rencor. Que nos recuerde —esta Nochebuena— que el milagro no es durar, sino significar.
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Preludio de Navidad 2025
La Navidad no llega de golpe.
Se anuncia en silencio.
Llega cuando el año, cansado, baja la voz.
Cuando el ruido del mundo se toma un respiro
y la conciencia —por fin— se sienta a la mesa.
Navidad no es fecha:
es umbral.
Es ese instante previo en el que el corazón revisa su inventario:
lo que perdió, lo que resistió,
lo que aún duele
y lo que, a pesar de todo, sigue creyendo.
Este 2025 fue largo.
Áspero para muchos.
Injusto para demasiados.
Un año donde la incertidumbre se volvió paisaje,
la violencia conversación cotidiana,
la economía promesa aplazada
y la esperanza una palabra que hubo que defender a pulso.
Pero aquí estamos.
De pie.
Respirando.
Con la dignidad un poco golpeada, sí,
pero intacta.
La Navidad aparece justo ahí:
no como evasión,
sino como acto de resistencia moral.
Encender una vela es negarse a la oscuridad absoluta.
Abrazar es desobedecer al miedo.
Compartir el pan es una forma humilde de justicia.
Perdonar —aunque cueste— es recuperar soberanía interior.
Esta no es la Navidad de las vitrinas,
ni del consumo como consuelo,
ni de las frases huecas.
Es la Navidad del reencuentro íntimo:
con los que están,
con los que faltan
y con el que fuimos antes de que el mundo nos endureciera.
Que este preludio nos prepare.
Que nos enseñe a escuchar más y gritar menos.
A mirar de frente sin juzgar de inmediato.
A entender que ningún país se reconstruye sin ternura,
ninguna familia sin diálogo,
ningún ser humano sin esperanza.
La Navidad 2025 no promete milagros espectaculares.
Propone algo más profundo:
volver a ser humanos en tiempos que insisten en lo contrario.
Que llegue despacio.
Que nos encuentre despiertos.
Que nos habite.
Porque mientras alguien crea,
mientras alguien cuide,
mientras alguien ame,
este mundo —todavía— tiene salvación.
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Colofón
La vida es breve, sí. Por eso pesa. Por eso importa. Por eso, mientras haya una mesa, una palabra justa y un abrazo posible, el tiempo —por una noche— se detiene y nos concede su gracia… FELIZ NAVIDAD.

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