Experiencias directas y a la distancia

FRANCISCO CHIQUETE

Desesperación. Antes que el miedo aparece la desesperación por salir, por escapar de las paredes que se mueven amenazantes. El piso se escabulle, cruje y no sabes de dónde viene el ruido, que al final te envuelve. Cuando tomas conciencia de que es un temblor, por instinto buscas la calle, pero no avanzas o sientes que no lo haces.
Aquel 14 de marzo de 1979, a un mes de haber llegado a la Ciudad de México, me despertó un ruido insistente que en mi sueño atribuí a una fuga de agua en el techo. Cuando conseguí despertar vi que era la puerta de la recámara, que azotaba contra el marco y luché por levantarme. El piso se me hundía a cada paso, así que duré una eternidad para llegar a la entrada. Ya en el pasillo me encontré con Roberto, el titular del departamento que rentábamos entre varios. Él me calmó, evitando que saliera a la calle, donde había más peligro por los cables, postes y árboles.
Al día siguiente llegaron las noticias: el terremoto derrumbó instalaciones de la Universidad Iberoamericana, afectó a varios edificios de Avenida Juárez, obligó a sacar de operaciones al Cine Robles, ubicado en un alto edificio de Paseo de la Reforma, frente al célebre hotel de ese nombre. No volvió a haber funciones sino hasta muchos años después, cuando el terreno fue aprovechado para construir la nueva sede del Senado de la República.
En la colonia del Valle, donde vivía, no hubo ningún problema, excepto la falta de energía eléctrica por dos días. Pero yo sí debí enfrentar una secuela que me duró tres o cuatro meses: en cuanto me acostaba, sentía que la cama volvía a moverse. Lo superé cuando conocí la legendaria técnica para cortar la borrachera: “haz tierra”, le aconsejaron a alguien y yo lo puse en práctica para mi padecimiento particular. Tocando piso o paredes, el bamboleo se iba.
Meses después repetí la experiencia: el primero de noviembre de 1979 volvió a temblar de noche. No supe si fue menos intenso o la experiencia me dio armas para alarmarme menos, el caso es que ya ni siquiera percibí la réplica, que fue igual de intensa. Esa madrugada tenía que llegar temprano al aeropuerto porque tenía gira presidencial por el estado de Colima, donde tomaba posesión la primera mujer que llegó a ser gobernadora de un estado, doña Griselda Álvarez Ponce de León.
Impresionados por la experiencia, los integrantes de la fuente de Presidencia íbamos callados al inicio del recorrido por las calles de rodaje, cuando lo tradicional era el cotorreo que rayaba en el bullyng. Normalmente volaban los cubreasientos, lanzados sólo para hacer marco mientras dos o tres se afanaban en tirar los suyos a la cabeza de don Ramiro Navarro, viejo reportero de radio que portaba peluquín. Nunca consiguieron tumbárselo, y ese día menos, porque a la impresión del temblor se sumó la del accidente aéreo ocurrido en la madrugada previa: un avión procedente de Los Ángeles tomó la pista equivocada (la 26 izquierda) y se estrelló contra maquinaria pesada que hacía labores de reparación. Hubo 72 víctimas en la aeronave, más un trabajador de tierra que también murió. Pronto pasamos frente a los fierros retorcidos y nos quedamos congelados en nuestros lugares.
En la jornada por Colima hubo varios detalles agradables que nos distrajeron de las malas experiencias. Para empezar, el chofer que transportó al grupo se desvió un poco de la ruta que le trazaron, para llevarnos a ver el monumento al Rey Colimán, signo de la orgullosa identidad del estado. Esa mañana el monumento apareció ataviado con un enorme mandil, en referencia a que desde ese día, en el estado mandaba una mujer.
Al llegar, como en todas partes, nos obsequiaron un pequeño paquete con dulces locales y alguna pequeña artesanía, pero también venía un paquete de litografías con pinturas de Antonio Haas, intelectual mazatleco que además escribió una dedicatoria en que encomiaba las grandes capacidades de doña Griselda, lo mismo para armar grandes textos poéticos que para gobernar un bello jardín como Colima.
Al regreso a la Ciudad de México nos encontramos otra vez con la realidad: las noticias de daños, víctimas, suspensión en el servicio de energía eléctrica por varios días, pues las revisiones no alcanzaban a garantizar que todo el tendido estuviese en orden.
Ya de regreso en Mazatlán, oficialmente me declaré a salvo de los temblores, pero la desgracia de 1985 afectó a todo el país. Or la mañana de aquel 19 de septiembre vivimos un enorme vacío de información. Muchos vieron a la conductora Lourdes Guerrero comentar en el programa Hoy Mismo que estaba temblando, “un poquito”, que iban a guardar la calma y luego se interrumpió la transmisión por muchas horas.
Nos fuimos enterando luego que el sismo arrasó con buena parte del centro histórico y cobró miles de vidas, que la sociedad rebasó al gobierno y se organizó para buscar sobrevivientes, para rescatar cadáveres, para respaldar a los rescatadores, mientras las autoridades hacían torpes esfuerzos por evitar la movilización ciudadana.
Con las comunicaciones suspendidas, la Organización Editorial Mexicana avisó a todos sus periódicos que por alguna razón misteriosa, su sistema de télex estaba vivo y operando, de modo que se ofrecía para servir de puente entre las personas del interior del país que quisiesen saber de sus familiares o cercanos que estuvieran en la capital.
Lo ofrecimos en las páginas de El Sol del Pacífico y nos asignamos guardias para que el teléfono tuviese siempre a alguien que contestara, a cualquier hora. Incluso el director Alfredo Arnold cubrió sus turnos y tuvimos la satisfacción de enlazar a decenas y decenas de personas que enviaban sus mensajes y luego recibían la respuesta de los suyos, avisados allá por la OEM en un servicio invaluable que se repitió en varios estados.
Hubo muchos casos sin respuesta, pero el que más me impactó fue el de una señora de edad, que me pedía angustiada comunicarla con su hijo, que no daba señales después de varios días. Cuando le pregunté dónde vivía su hijo, para tratar de hacer llegar el mensaje, soltó el llanto y me dijo Tlatelolco, edificio Nuevo León. Ese fue uno de los símbolos de la tragedia. Se desplomó tragándose a familias enteras, lo sabía la angustiada madre y lo sabía yo, que no pude articular ni una palabra de consuelo o esperanza.
Matz, uno de mis compañeros de trabajo en el Canal 11, murió en su departamento. Conservo el cartel dibujado por él para el aniversario de los Noticieros Enlace, en que trabajábamos, yo como reportero, él elaborando el cartón editorial.
Políticos y amigos locales vivieron esas horas de angustia. Antonio Robles Sánchez, periodista por tradición familiar, estaba en la capital recibiendo un curso de OEM, y aunque estaba hospedado en la zona más afectada, logró regresar con bien.
No así don Francisco Lem, un estimado comerciante que fue feliz al DF junto con su esposa, para ayudar a una hija que andaba en trabajo de parto. Su recuerdo siempre ensombrecía las tertulias de El Avante, donde hacía mesa con Rafael Franco, Lope Saracho, el profe y muchos otros contertulios.
Un Conalep colapsó y mató a todo su alumnado, que tenía quince minutos en clases. Elena Poniatowska rescata en su libro Nada, nadie, las voces de sobrevivientes, de rescatistas y sobre todo las historias de costureras sometidas a regímenes de esclavitud, que dieron la vida por empleos precarios de sueldos infames y tareas inacabables, entre hacinamientos que hicieron imposible la huida. Remover escombros era también remover abusos, excesos, irresponsabilidades.
En 1986 regresé allá, por primera vez después del terremoto. Había visto las imágenes en fotos y videos de los edificios destruidos, los espacios vacíos, los pequeños parques surgidos donde hubo un derrumbe, y que más parecían jardines funerarios. Pero nada de ello me preparó para la sorpresa de ver baldío el terreno del Hotel Regis, en cuyos derredores me pasaba tardes y noches para no llegar a encerrarme solo al departamento de la Del Valle. En ese hotel encontraba siempre a algún conocido del terruño, o me pasaba enfrente, al Hotel del Prado, para tomarme un refresco mientras contemplaba el mural de Diego Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, o me extendía a la librería del PMT, o me metía a los cines de los alrededores. Todo estaba derrumbado o abandonado. El Hotel Continental, en cuyo último piso se presentaba Olga Breeskin y en cuyo sótano operaba el Club de Corresponsales Extranjeros, parecía un enorme pastel desinflado. Habían pasado siete meses de la desgracia y los fantasmas de la tristeza y el drama lo seguían cubriendo todo.
El regreso fue también muy impactante. Por el camino al aeropuerto había muchas villas de cartón creadas para albergar a los desplazados por los derrumbes. Para 1988 esa gente seguía ahí, esperando la respuesta que les postergaban una y otra vez.
Una tarde de 1986 o 1987, el sillón de mi casa en que estaba sentado se sacudió. Me levanté extrañado y lo moví para buscar alguna anomalía, pero no la hubo. Incrédulo fui al patio y le pregunté a Ofelia si había sentido un temblor, pero no. A los minutos me llamó Enrique Vega para saber si nosotros lo habíamos notado. Su experiencia en el DF también le permitió identificarlo. Oficialmente hubo un registro que alcanzó algo así como 4.3 grados richter.
El 19 de septiembre de 2017, estaba trabajando en el Congreso del Estado, a donde llegaron las noticias de un segundo temblor en la misma fecha. Al contrario del 85, el exceso de comunicaciones hizo más dramático el momento. En tiempo real nos llegaban a todos videos de edificios derrumbándose como castillos de naipes, de gente aterrorizada que huía de los escombros que salían disparados por los aires. La incredulidad y la impotencia fueron todavía más agudas que con aquel apagón informativo que ocurrió 32 años atrás.
Un tercer 19 de setiembre volvimos a tener noticias de otro temblor. Paco, mi hijo, se apresuró a llamar para avisar que habían evacuado la planta en que trabaja por un terremoto que “se sintió machín”, pero que estaba bien, que no nos preocupáramos, que al parecer no había pasado nada en la ciudad.
Por supuesto, ha habido muchos otros temblores del que las redes sociales y la televisión nos dan cuenta inmediata. En nuestro estado ya son hasta frecuentes los sismos en Los Mochis y un poco menos en Culiacán; los que ocurren en Mazatlán son poco perceptibles, pero son una realidad a la que debemos acostumbrarnos. Ya no son experiencias exóticas de los que viajan, sino una amenaza que se extiende.

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