José Luis Montenegro 

En el noroeste de México, yace una bestia de mil cabezas. Por momentos, tranquila; en ocasiones, iracunda; pero si, por error, la enfrentan, destruye todo lo que encuentra a su paso. Es letal. Es el Cártel de Sinaloa. Una organización que, pese a las capturas y asesinatos de sus principales líderes, sigue vigente y, es quizás, la estructura criminal más pujante del mundo del hampa. Independent en Español viajó a Culiacán para exponer la radiografía de un territorio que vive bajo el yugo de la empresa delictiva liderada, en mayor medida, por Ismael “El Mayo” Zambada y algunos de los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán, entre ellos, Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar y Jesús y Ovidio Guzmán López. Este medio platicó con diferentes protagonistas de la vida política y pública del país azteca, y se adentró a los lugares más recónditos de una ciudad donde nadie mata, nadie viola, nadie roba; donde nadie hace nada sin que lo sepan ‘los de arriba’. Ellos mandan. Ellos controlan.

“Aparentemente no pasa nada”, dice el taxista mientras se incorpora con mucha cautela a la Avenida de los Insurgentes, frena en Paseo Niños Héroes antes de llegar al Estadio Universitario, y agrega: “Lo mejor es esperar y no tocar el claxon”. El semáforo permanece en color verde y ningún conductor se inmuta. “No sabes quién viene delante de ti”, añade. Así se vive en la ciudad de Culiacán, Sinaloa. En una tensa calma. El crimen organizado ha inyectado una especie de ‘civismo del miedo’ a los denominados ‘culichis’.

Contrario a lo que la gente piensa, Culiacán no es una urbe estruendosa o de excesos, al menos no en el día. Mientras el sol arrecia y el termómetro marca los 31° C, los automovilistas no rebasan el límite de velocidad, los jóvenes escuchan música regional mexicana pero no se atreven a reproducir un ‘narcocorrido’ en las bocinas de sus motocicletas; los meseros hacen las preguntas necesarias y no más; mientras que los vendedores ambulantes no increpan de forma insistente a los clientes potenciales. La Policía Estatal e, inclusive, la Guardia Nacional patrullan la zona, pero, llegada la noche, todos desaparecen. Y vuelve la tensa calma.

El tiempo apremia en la capital y eso lo sabe el Cártel de Sinaloa, comandado en gran parte por los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán e Ismael “El Mayo” Zambada; la única organización en la entidad que, por décadas, ha cooptado comunidades, autoridades y gran parte de la sierra sinaloense para llevar a cabo uno de los negocios más pujantes del mundo del hampa: el narcotráfico. La ciudad de Culiacán es el enclave geográfico que sirve para medir el pulso de lo que pasa en otros municipios del estado, pues concentra la mayor incidencia delictiva.

Y no solo eso. En los últimos años, impera una extraña quietud. Se trata de ‘la pax narca’ o ‘la paz de los sepulcros’. Una forma de ceder ante el crimen organizado sin la nula aplicación del poder del Estado; un ‘pacto no escrito’ entre el Gobierno Estatal o Federal y los barones de la droga, que termina por subcontratar el destino de los ciudadanos a las dinámicas y los intereses criminales de “Los Chapitos”, “Los Ninis”, “Los Minions”, “Los Ántrax”, “Los Mayitos”, “Los Guanitos” y demás grupos y células, todas pertenecientes al Cártel de Sinaloa y sus principales líderes.

La política anticrimen de “abrazos no balazos” que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha repetido hasta el hastío durante su campaña y en sus primeros tres años de gobierno, no solo falló de manera rotunda; sino que la permanencia de ese plan de acción alarma, ya que no solo pretende ser omiso ante la presencia de grandes organizaciones criminales, la nula estrategia también termina por doblegar su fuerza, fracturar su estructura y dinamitar su credibilidad. Ceder al poder del Cártel de Sinaloa o cualquier trasnacional del crimen organizado para reducir la violencia es una salida falsa.

Cuando AMLO insiste en que “Sinaloa ya no es de los estados más violentos de México”, tal y como lo refirió en una visita de Estado a la ciudad de Mazatlán en marzo de 2021, no es por la ausencia de la violencia sino porque hay un exceso de ella. El crimen organizado controla prácticamente todo en la entidad. Un mafioso no puede tomar un arma y extorsionar a los vendedores locales porque no está permitido el ‘cobro de piso’. Un desertor de alguna célula criminal no puede producir o traficar droga de forma independiente sin la anuencia de “El Mayo” Zambada o la venia de los hijos de “El Chapo” Guzmán. Nadie mata, nadie viola, nadie roba. Nadie hace nada sin que lo sepan ‘los de arriba’. Ellos mandan. Ellos controlan.

Una de las tareas del Cártel de Sinaloa ha sido manipular a la ciudadanía mediante esa ‘paz ciega’. Viven bajo el yugo de una organización que los maneja a su antojo con despensas, con apoyos económicos manchados de sangre e, inclusive, hasta con la entrega de juguetes el Día del Niño o en Navidad. Como si ambicionaran un cargo de elección popular, los delincuentes apelan a su propaganda criminal.

Bajo esta premisa, a muy pocos sorprendió que el 17 de octubre de 2019, elementos fuertemente armados del Cártel de Sinaloa sitiaran la capital del estado para impedir que soldados del Ejército Mexicano pusieran bajo custodia a Ovidio Guzmán López, uno de los hijos de “El Chapo” Guzmán que, presumiblemente, comanda una gran parte del negocio de la organización que su padre fundó a principios de la década de 1990. El operativo, al cual denominaron “Culiacanazo”, tuvo graves implicaciones políticas y lanzó un grave mensaje a la población: el Estado no puede contra el poder del narcotráfico, al menos no en Sinaloa.

A las pocas horas de haber iniciado el operativo, Ovidio Guzmán fue liberado. Al día siguiente, parecía que nada había sucedido en la ciudad. En junio de 2020, AMLO asumiría su responsabilidad por este hecho: “Yo ordené que se detuviera ese operativo y que se dejara en libertad a ese presunto delincuente”. La capacidad de fuego de la organización criminal era superior a la del Gobierno de México, pues se trataba de armamento de fabricación militar estadounidense de muy alto calibre: fusiles semiautomáticos Barrett M82, calibre .50, con un alcance efectivo de 1,2 kilómetros y una velocidad de 853 metros/segundos. Armas letales y poderosas. Sicarios entrenados para matar o morir en el intento. Un espectáculo del terror.

Tres meses después del “Culiacanazo”, el Cártel de Sinaloa dio otra muestra del gran poder e influencia que tiene. El 25 de enero de 2020, a puerta cerrada en la Catedral de Culiacán, sicarios de la organización resguardaron los primeros cuadros de la ciudad capital para que se celebrara la boda entre Alejandrina Giselle Guzmán Salazar, hija de “El Chapo” Guzmán; y Édgar Cázares, sobrino de Blanca Cázares, quien es señalada por EE.UU. como presunta operadora financiera de “El Mayo” Zambada. Como si la capacidad táctica y operativa no bastara, el Cártel de Sinaloa desveló que también tiene todo el respaldo y la complicidad de autoridades eclesiásticas, municipales y estatales. Al costo que sea.

Antes de descender del vehículo, el taxista lanza una última recomendación: “Es mejor que guarde su cámara y pida permiso”. Como si se tratara de un manual de supervivencia, repite: “Aparentemente no pasa nada, pero aquí pasa todo”. Mira el retrovisor y se lleva la mano a la frente para limpiarse el sudor. Parece nervioso. “Si esa gente de atrás no viene con usted, ya le avisaron al ‘patrón’ que llegó un periodista más”. Un hombre asiente con la cabeza, reviro el gesto con un saludo de mano a la distancia. Cada quien toma su rumbo. Es 7 de febrero y el sol arrecia en la ciudad, el termómetro está por alcanzar los 31° C en Culiacán.

 

 

Con información de Independent en español

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