Héctor Calderón Hallal

 

En la más álgida de las tragedias que cualquier hombre puede conocer, se templa el carácter del estadista mexicano que resulta ser, a la distancia, el más preclaro ejemplo de superación personal, profesional y humana que se conozca en la historia nacional.

Es, ni más ni menos, que Benito Pablo Juárez García, el abogado mexicano que siendo la más alta autoridad cívica de su época, logró modenizar al incipiente Estado Mexicano, dotándolo de los atributos de laicidad, equidad, autonomía y apego a la ciencia (antidogmático); con respecto de la influencia del enorme poder que la Iglesia Católica Universal ejercía, en los embrionarios Estados latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX, a propósito de su venturoso natalicio, conmemorado hoy 21 de marzo.

Es Benito Juárez, imbuido en la defensa de su país y de su Gobierno durante la intervención francesa, al enterarse de dos de las muchas tragedias que acontecieron en su corta y fructífera vida: habiendo mandado a resguardar a su familia a Nueva York, Doña Margarita Maza le informa en una sentida carta, del fallecimiento de su hijo José María, un niño muy querido por su inteligencia y nobleza de sentimientos, de algunos seis o siete años, que falleció de pulmonía fulminante por la cruda pobreza –hay que decirlo con todas sus letras- por la que atravesaba el propio Jefe del Estado Mexicano y su familia. Meses después, le confirmaría –también vía manuscrita- de la muerte del más pequeño de sus hijos, Antonio, a quien Juárez conoció de algunos meses de nacido y por la misma causa: el frío terrible que hizo ese año en la ciudad de Nueva York.

Es la resiliencia, pero sobre todo, la naturaleza de los mexicanos sintetizada en el espíritu de lucha y disciplina del mexicano, sintetizada en la figura de quien es, quizá. Su más grande héroe nacional.

Aquel mismo Juárez que durante su periplo huyendo de sus enemigos políticos, trabajó arduamente “enrollando tabaco” en Nueva Orléans desterrado por el dictador Antonio López de Santa Anna, en 1853.

Es el Benito Juárez migrante… del que muy poco se ha hablado.

E incluso, de regreso al país ya como la máxima autoridad mexicana que fue, hubo períodos de hambruna, epidemia y guerra en nuestro país, en que como muchos oficiales y altos mandos del Ejército Mexicano, Benito Juárez no cobró ni un solo peso de su sueldo, pues no alcanzaba la Hacienda Pública nacional a garantizarlos… solo había pago para oficiales de bajo rango, carteros, telegrafistas, médicos y enfermeras que atendían los grandes episodios de pandemias y heridos por la Guerra de Intervención… Éramos un Estado naciente, amenazado por la principal potencia europea; eran tiempos de defender con la vida misma la esencia del propio ser; el origen, el pasado; la familia propia y su futuro.

Los mexicanos somos un pueblo ‘aspiracional’ y no ‘aspiracionista’, por definición.

A ese sentido de pertenencia, a una comunidad, a una categoría taxonómica incluso, le es dable en el idioma español, posponerle al lexema (raíz de la palabra) el sufijo –al. Así entonces, la mata de arroz integrada a un sembradío, conforma un arrozal; los vientos que integran o propician una tempestad, forman parte de un vendaval… y un especímen que forma parte de una misma especie que otros de las mismas características, es especial.

Sin embargo, cuando un individuo se adhiere o se asume a una comunidad o categoría que no le es natural; vamos, cuya adhesión incluso puede ser parcial o temporal… que no le es impuesta por las leyes de la naturaleza, le es dable en el idioma español, posponerle al lexema, el gramema o terminación –ísta: “Fulano se volvió priísta… o morenista, de manera súbita”… “Es lopezmateísta, o salinista o vasconcelista”… “se metió a taxista… o trabaja de almacenista”.

Uso estos dos últimos párrafos para referirime a la severa grosería en que ha incurrido el Jefe del Ejecutivo mexicano, al llamar a un sector de su poblacional “aspiracionista”… y no aspiracional, como debe de ser.

Porque no hay mejor ejemplo de un pueblo con actitudes ‘aspiracionales’ genuinas, que el pueblo mexicano; uno de los más prolíficos en el mundo.

Un pueblo que en ninguna región del país, está acostumbrado a “que lo mantenga nadie… mucho menos ningún Gobierno”.

Es un pueblo que aspira siempre a salir adelante a pesar de las adversidades… y para ello, no es necesario ir muy lejos; ni siquiera es necesario venir al zócalo “transportado y pagado gratis”, a rasgarse las vestiduras escuchando un discurso sustentado por el resentimiento y los complejos de inferioridad. Sólo basta con levantarse temprano y esperar el camión en alguna parada de la avenida Ermita Iztapalapa, a partir de las 5 y media de la mañana, para contemplar el sacrifico que hace la gente que viene del oriente de la megalópolis mexicana, despierta desde las 4, para poder llegar a tiempo a un trabajo… para no perderlo.

O el que se levanta a la misma hora para ir a levantar la cortina metálica de su negocio o para instalarse con su triciclo en su negocio ambulante.

No, señor Presidente, hace Usted muy mal en ofender a la población mexicana… en “despotricar, sin conocer el alcance de sus palabras”. Lo pudimos aceptar del errático candidato o al líder “del éxodo por la democracia en los noventas”, que venía caminando desde el trópico; pero al Presidente que viene de ser 18 años candidato y Jefe de Gobierno de la Capital de la República, ya no se lo consentimos. Ya lleva usted casi 5 años “aprendiendo y echando a perder”… ofendiendo y volviendo a ofender.

En este país, todos sus habitantes –sin excepción- tenemos una historia de trabajo arduo, fecundo y creador, para reforzar nuestras actividades primarias que muy pocas veces nos resuelven el problema económico por sí solas.

Para estudiar una profesión, una especialización y quizá hasta para poder expresar una idea por escrito o verbalmente, en un medio de comunicación, muchos tenemos que desempeñar oficios de los más diversos.

En nuestras casas paternas, donde fuimos educados y formados, aquí en la Ciudad de méxico o en la provincia, indistintamente, siempre se desplegó una dinámica productiva, aunque no lo percibiéramos.

En el caso personal del suscrito, mi bisabuelo llegó a América desde Asia menor y desembarcó en Nueva York, aunque desde el momento mismo que entró en territorio mexicano, tuvo que ofrecer casa por casa “bolsitas con tierra santa”, provenientes (en teoría) de los lugares marcados en el Nuevo Testamento; ya después promovería en su español “mocho”, el abono, como fórmula comercial de mucho éxito en nuestro país.

Pero la riqueza no llegó sola; como buen mexicano que también fue, Don Deud Hallal, fue “aspiracional” como el resto de los mexicanos y se sobrepuso siempre a la adversidad.

Así también y por otra rama genealógica, mi bisabuela hacía tortillas “a mano” para venderle a medio Mochis, en Sinaloa; y en nuestras casas había aves de corral –me cuentan, ya no me tocó-.

Mi padre, siendo un niño, vendió “dulces de leche quemada” en Mazatlán y mi madre, sin culminar su curso en la academia comercial, fue empleada bancaria desde los 15 años, hasta que se casó, algunos años después, con mi padre.

Somos, no solo pobres ni “clasemedieros”, sino también muchos de los aristócratas a los que usted dice repudiar, producto del trabajo … y de una actitud “aspiracional”… y no “aspiracionista”… no se equivoque, Señor Presidente.

Autor: Héctor Calderón Hallal

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En Twitter: @CalderonHallal1;

 

 

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