EL PAÍS accede a los archivos de la agencia de espionaje mexicana, que siguió los pasos del Nobel colombiano desde finales de los sesenta, su época de mayor militancia política.

El primer libro que le regaló Gabriel García Márquez a Fidel Castro fue Drácula. Eran mediados de los años setenta y el dirigente cubano, enfrascado en la guerra de Angola, le había reconocido a su amigo que apenas tenía tiempo para leer. Como una especie de camello literario, el escritor continuó suministrándole best sellers, lecturas fáciles para descansar de la revolución. A cambio, el comandante se convirtió en un durísimo editor de sus primeros manuscritos. En la novela Crónica de una muerte anunciada, inspirada en un suceso real, le hizo corregir hasta el calibre de las armas.

La amistad había empezado antes, fruto de una fascinación de doble sentido —del García Márquez periodista por el poder y de Fidel Castro por los grandes intelectuales— pero siempre estuvo atravesada por la literatura. Tanto que García Márquez cedió todos los derechos de Crónica de una muerte anunciada al Gobierno de Cuba, según recoge un documento del 17 de marzo de 1982 de la agencia de espionaje mexicana. Y el informante concluye que “Gabriel García Márquez, además de ser procubano y soviético, es un agente de propaganda al servicio de la Dirección de Inteligencia de ese país”.

La cercanía del Nobel colombiano con Cuba y el resto de los gobiernos y guerrillas de la izquierda latinoamericana parece haber sido lo que más le preocupaba a la Dirección Federal de Seguridad (DFS), el servicio de espionaje político del monolítico régimen priista, que se mantuvo 71 años en el poder mexicano. El expediente de García Márquez abarca desde finales de la década de los sesenta, poco después de fijar su residencia en México, hasta 1985, último año de la agencia tras una cierta apertura del régimen priista.

Son más de un centenar de informes desclasificados a los que ha tenido acceso El PAÍS a través de una petición formal de transparencia ante el Archivo General de la Nación. El expediente da cuenta de un seguimiento personal en actos públicos y reuniones privadas, fotos en la puerta de su casa cuando tenía invitados y un exhaustivo registro de sus viajes a Cuba a partir de 1975, cuando el escritor profundiza su sintonía con el castrismo tras una etapa de distanciamiento.

Primer desencanto

Sin maleta y sin pasaporte, García Márquez había entrado por primera vez en La Habana pocos días después del triunfo de la revolución, en enero de 1959. Invitado por Castro como corresponsal de Prensa Latina, la agencia oficialista de noticias cubana recién cofundada por el propio escritor, el entonces periodista colombiano se pasaría seis meses en la isla. Tras el primer idilio, el control de la agencia por el Partido Comunista y la entrega definitiva del castrismo en los brazos de Moscú enfriaron la relación. Aquel paréntesis coincide con los años del autor colombiano en Barcelona, junto a otros tótems del bum latinoamericano ya desencantados con el sueño cubano, como Mario Vargas Llosa.

Pero durante su etapa europea le vuelve a sacudir un nuevo acontecimiento: el golpe militar de 1973 en Chile contra Salvador Allende. “Supuso un parteaguas y confirmó una época de radicalización política que lo acerca otra vez a Cuba y a dedicarse al periodismo militante. Llega a decir que está dispuesto a no volver a escribir literatura hasta que caiga Pinochet”, señala Jaime Abello, amigo personal y director de la Fundación Gabo. Para entonces ya había escrito Cien años de soledad y su popularidad crecía y crecía. Sin embargo, en pleno giro militante, publica en 1975 un entusiasta reportaje sobre la Cuba castrista en la revista colombiana Alternativas, fundada por él mismo como una herramienta de agitación política.

Esta será la época de mayor frecuencia de entradas en el archivo de la agencia mexicana de espionaje. Además de reanudar sus viajes a La Habana, los informes registran actos de apoyo a los sandinistas en Nicaragua o la mediación de Gabo, bajo condición de anonimato, para que la televisión mexicana publicara una entrevista con cuatro líderes militares de la guerrilla de El Salvador. También constan informaciones sobre sus reuniones con Régis Debray, el revolucionario francés compañero de fatigas del Che Guevara y después consejero del presidente François Mitterrand.

Para el investigador mexicano Jacinto Rodriguez, que prepara un libro sobre el espionaje de la DFS sobre los intelectuales de la época, el expediente de Gabo muestra en todo caso “un seguimiento suave, digamos que normal. Él no dejaba de ser un extranjero que no podía meterse en asuntos nacionales y que además mostró siempre una gran cautela”. Rodríguez pone como ejemplos de un espionaje más duro los casos de Octavio Paz, al que le hurgaron en sus ingresos y deudas; o de Julio Cortázar, que vio interceptada su correspondencia privada. Asuntos de dinero y de intimidad, esas eran las armas favoritas del DFS para presionar, cooptar y castigar.

La represión silenciosa del PRI

Los años de máxima politización de Gabo coinciden con la época más dura de la represión en México. A partir de los setenta, una alianza criminal entre el ejército y la policía dio inicio a la persecución sistemática y homicida contra la guerrilla o cualquier disidente. Una ofensiva implantada como política de Estado por los gobiernos de hierro del PRI hasta, al menos, finales de los años ochenta.

Un episodio todavía rodeado de impunidad y olvido que ilustra también las sofisticadas contradicciones del particular régimen priista: mientras abría los brazos a los refugiados políticos de las dictaduras chilenas o argentinas, en su propia casa aniquilaba en silencio cualquier intento de contestación social. El archivo desclasificado del escritor no hace referencia a crítica alguna a aquellas actividades oscuras en México, pero los expertos no descartan que el material disponible sea solo parcial y que pudiera haber más información que, de momento, siga en secreto. “¿Qué tanto se metió directamente en asuntos que interesaban o afectaban directamente a México? Esa una zona todavía gris de su biografía”, apunta el director de la fundación Gabo.

García Márquez había llegado a México en 1961 tras abandonar la corresponsalía de Prensa Latina en Nueva York. Desencantado del periodismo político, el objetivo era ahora probar suerte en el mundo del cine, otra de sus pasiones. Los primeros informes no llegan hasta 1968, el año de las grandes revueltas, que también llegaron a la capital con la protesta en la plaza Tlatelolco, que acabó en una matanza de estudiantes por parte de la policía (más de 200 víctimas, si bien los datos nunca fueron precisos).

En diciembre de ese tumultuoso año, el expediente de la DFS recoge la creación de la fundación Habeas, un proyecto personal de García Márquez. Se trataba de una organización de defensa de los derechos humanos centrada sobre todo en los presos políticos. El informante del servicio de espionaje mexicano resume así los objetivos de la fundación: “Proteger, apoyar económica y legalmente a las personas con ideología marxista-leninista que, por su participación en grupos guerrilleros y terroristas, se escudan bajo el concepto de perseguidos políticos”.

Habeas se moviliza contra dictaduras de diferente signo (desde Argentina o Chile hasta Panamá), incluso democracias como su Colombia natal en pleno avispero con las guerrillas. El futuro Nobel se vuelca en la fundación durante los primeros años. “Es lo que más hago, creo que aún más que escribir”, reconoció en aquella época. Una labor que despertó críticas por la supuesta tibieza con la que analizaba las denuncias contra el régimen cubano o por la represión durante el 68 en México. El entorno de Octavio Paz, que había roto temporalmente con el PRI, le acusaba con sorna de haber cambiado “el realismo mágico por el realismo socialista”.

El investigador Jacinto Rodríguez también subraya la extrema prudencia de Gabo en relación a la política mexicana: “No les preocupaba tanto él, que estaba del lado correcto, como las puertas que podían abrirse al seguir de cerca a alguien con tantos contactos, tan bien relacionado”. La mayoría de los nombres de las visitas a la casa del escritor están tachados en los informes, pero figuran por ejemplo el secretario general del Partido Comunista Chileno o el consejero político de la Embajada en Cuba.

La sombra de la CIA

Otro patrón que se repite en los informes en los que la identidad de los contactos de Gabo aparece tachada es la mención a EE UU: “Las autoridades estadounidenses tienen interés en esta persona…”. La agencia de espionaje mexicana se fundó el mismo año que la CIA, 1947, y la estrecha relación entre ambas ha sido apuntada como una constante, revelando otra de las paradojas del régimen priista, que era capaz espolear con una mano el discurso antiyanqui de la época, y con la otra plegarse a la policía política de Washington.

Rodríguez reconoce que “se suele interpretar el trabajo de la DFS como un puente con otras agencias, pero el servicio mexicano tenía sus propios intereses muy marcados”. En el caso por ejemplo de organizaciones como Habeas, añade, “el control preventivo de hasta dónde llegaban sus actividades para adelantarse a una posible injerencia en México”. La Secretaría de Gobernación, según los datos del investigador, llegó a contar con un registro de más de dos centenares de organizaciones internacionales de derechos humanos.

El expediente de la DFS también recoge la noticia del Nobel para García Márquez, el 21 de octubre de 1981. Pocos días después, el escritor recibe la Orden del Águila Azteca, un premio honorífico de manos del Gobierno mexicano. Durante el discurso de aceptación, el escritor habla de “orgullo y gratitud” y resalta, dirigiéndose al “señor presidente”, que “esta distinción de su Gobierno honra también a todos los desterrados que se han acogido al amparo de México”. El “señor presidente” era José López Portillo, que mientras recibía a los exiliados que escapaban de las dictaduras sudamericanas también espiaba al nuevo premio Nobel y amparaba la guerra sucia en su país.

 

Con información de El País

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